La primera competición presencial del ajedrez navarro tras año y pico de pandemia ha resultado chocante: del casi centenar de inscritos, la mitad son jugadores sin rating, niños recién federados que disputan sus primeras partidas oficiales. Nuestro Campeonato Navarro Absoluto Individual parece haberse convertido en una prolongación de los Juegos Deportivos Escolares de Navarra que finalizaron hace un mes o dos. Más de un participante habitual en las competiciones federativas se enfada, echa pestes contra Gambito de Dama y decide no concurrir.
Sí, seguramente ha influido que no hace ni nueve meses que se estrenó Gambito de Dama. Pero tanto niño me sorprende menos ahora que cuando hace dos años -uno antes de la pandemia-, decidí retomar el ajedrez después de casi cuatro décadas de ausencia. En los años 80 en Pamplona el ajedrez se jugaba en un marco muy especial: la Sala de Armas de la Ciudadela. No podía darse mejor combinación: un juego milenario que imita a la guerra en un edificio centenario militar. En estos tiempos en los que todo tiene imágenes, las únicas que se conservan de aquellos momentos están en la memoria de los pocos jugadores que aún hoy estamos en activo. Somos lágrimas en la lluvia.
Nunca entonces, en los años 80, conocí a ningún adolescente jugando, ni por supuesto niños de siete u ocho años. Ahora son participantes habituales. Cuando hace dos años retomé el ajedrez, me encontré en mi primer torneo como uno más de entre ellos, como jugador sin rating. Los primeros emparejamientos me situaron frente a niños que sabían mover las piezas con arreglo a las reglas y hasta con cierto sentido, pero que a duras penas rellenaban la planilla con su letra torpe y lenta. No gané a ninguno. Siempre terminaba la partida ofreciendo unas tablas que no se podían rechazar. Un día, antes de empezar el juego, el chaval del tablero de al lado me preguntó por qué en la jornada anterior había dado tablas si tenía una pieza de más. Le contesté a bote pronto algo así como “porque la victoria está sobrevalorada”. A veces los juegos de palabras te atrapan como una combinación fatua sobre el tablero, brillante pero sin sustancia, y te hacen decir nada o, como en este caso, exactamente lo contrario de lo que yo realmente pensaba: que me parecía tan cruel la derrota que no quería que por mi culpa ningún niño tuviera que sufrirla.
Después del torneo me di cuenta de que si das tablas a todos los niños que te ponen delante, los intríngulis del sistema suizo te volverán a emparejar con niños. Un círculo vicioso que sólo se podía romper ganando.
Era inevitable que la primera ronda de este Campeonato post-Gambito de Dama me emparejara con uno de ellos. Resultó ser una niña de siete años de edad. La encontré sentada frente al tablero cuidando de las piezas.
- Hola, ¿tú eres Amaia?
-
Síii -me respondió con toda la convicción de la que sabe que no hay nada más cierto bajo el sol que el que ella es ella.
-
Pues entonces jugamos juntos, yo soy Felipe.
-
Vale -me concedió.
Y me senté frente a ella y empecé a rellenar mi planilla. Tuve una duda acerca de sus apellidos. La interpelé.
- ¿Eres Amaia tal y cual?
Me miró con cara de “qué cosas preguntas, si ya te lo he dicho”, y luego repitió con claridad sus dos apellidos y su nombre. Y apostilló:
- Pero seguramente lo escribirás mal. Amaia es con i pequeña.
-
Vale -le asentí-. Ya lo escribo bien: con i latina.
No me dijo nada. Estaba seguro de que haberle cambiado su “i pequeña” por “i latina” no le habría pasado desapercibido en absoluto. Y dentro de poco, con ayuda de alguna otra repetición, Amaia asimilaría de la manera más natural que la “i pequeña” se llama también “i latina”.
Recordé que veinticinco años antes yo había trabajado con alguien de su mismo primer apellido.
- ¿Sabes? -le pregunté-, yo trabajé una vez con una persona que se llamaba como tú de primer apellido. En tal -dije el nombre de la empresa, muy conocida en Pamplona por todos los que comen pan porque prácticamente tiene el monopolio del suministro desde hace cincuenta años-. Quizás era tu… -estuve a punto de decir padre- abuelo.
-
Cuando yo nací -presté atención a un hecho tan importante-, mi abuelo había muerto tres años antes.
No seguí inquiriendo. Es natural que para una niña de siete años, la historia de su familia empiece prácticamente con ella. Que supiera situar con exactitud un hecho acaecido tres años antes, seguramente indicaba lo importante que había sido el abuelo en la familia y lo mucho que se le recordaba. Saber dónde trabajaba su abuelo veinte años antes era excesivo.
Su monitor se acercó a la mesa para darle instrucciones acerca de cómo tenía que anotar en la planilla cada uno de los movimientos que fuéramos haciendo, la inicial de la pieza y la casilla de destino. Tengo entendido que en los juegos escolares no se anota la partida porque el ritmo es de 25 o 30 minutos. Así que esta inscripción en masa de chavales en un torneo “de mayores” servía para que practicaran la anotación, además de para que se acostumbren a estar sentados durante horas delante del tablero y de señores que podrían ser sus padres o abuelos.
Cuando el árbitro dijo aquello de “Podéis empezar”, Amaia no me defraudó y puso en marcha el reloj. De todos los gestos rituales de la partida, poner en marcha el reloj es una de las cosas que realizan con más fruición los chavales.
No juego e4, salvo cuando lo hago con niños, que sé que se sienten en territorio conocido respondiendo 1. …e5. Pero Amaia me sorprendió con un precoz 1. …c5. Podría decir que jugamos una Variante Alapin de la Siciliana. Ella movía las piezas con corrección y cierto sentido del desarrollo. No las dejaba descuidadas. Cuando hostigué un caballo suyo con uno de mis peones, lo retiró rauda. Pero cuando amenacé instalar el mío en d6, no supo ver el doblete que seguiría al rey en e8 y al alfil en b7. En términos piagetianos, diría que Amaia estaba empezando a salir del egocentrismo cognitivo. El ajedrez le vendría estupendamente para culminar el proceso.
Me enroqué largo. Me preguntó:
- ¿Cómo se apunta esa jugada que has hecho?
-
¿El enroque? Mira -le alargué la planilla con el dedo señalando la jugada y completé- El enroque corto se apunta con dos círculos y una raya en medio. Yo me he enrocado largo, y eso se apunta con tres círculos y dos rayas.
Al cabo de diez jugadas más yo ya había construido una red de mate alrededor de su rey con dos torres y dos peones, apoyado en un tercer peón suyo, un peón traidor que limitaba por la espalda la movilidad de su rey. Entonces le propuse:
- ¿Quieres que lo dejemos en tablas?
-
¿Por qué? -me preguntó a bote pronto.
No sabía qué responderle. En mi cálculo estaba que si le ganaba, la siguiente ronda me enfrentaría con el primero o el segundo del ranking. Quedarme con medio punto quizás fuera suficiente para eludir a los niños y al mismo tiempo esquivar un emparejamiento que no me atrevía a desafiar. No se lo podía explicar. Así que le dije:
- Mira, si avanzo este peón aquí -señalé el avance a4-, es mate.
-
Vale -me contestó sin detenerse apenas a mirar las consecuencias de esa jugada de avance.
Es posible que Amaia no entendiera lo que pasaba en el tablero. De todas las reglas del ajedrez, la que define el mate es la más compleja para un niño que empieza. Y si por un casual había comprendido que perdía la partida porque era mate, o simplemente lo había aceptado porque yo se lo estaba diciendo, más incomprensible le resultaría que yo le ofreciera tablas.
Ella empezó a restituir las piezas a su posición de partida. Ese es otro de los rituales que un adulto puede pasar por alto, pero jamás un niño. Le dije:
- Espera, hay que firmar la planilla.
Me vio hacerlo y me imitó poniendo su nombre en el mismo sitio de su planilla que yo. Me fijé entonces en la cabecera.
- Esto lo has dejado en blanco.
-
Es que no sé lo que hay que poner.
-
Quieres que te lo rellene?
-
Vale.
Y mientras ella ponía piezas, yo le completé la planilla.
Vino el árbitro a recogerlas. Arranqué las copias, y le di la suya a Amaia. La miró extrañada.
- No está igual. Está escrito de otro color.
-
Es que es papel autocopiativo.
Y con esta última explicación nos despedimos. Le quedaban seis rondas más para aprender lo que es el papel autocopiativo, cómo se anota el enroque, qué es el jaque mate y la oferta de tablas. No me cabía duda de que aprendería todo eso y muchas cosas más.
En la ronda siguiente, contradiciendo mis cálculos, me volvió a tocar otro niño de la misma edad. Se sentó frente a mí reconcentrado. Su monitor, que era el mismo que el de Amaia, le dio las mismas instrucciones sobre cómo anotar la planilla. No respondió palabra ni gesto alguno.
Su segundo apellido coincidía con el primero de Amaia. Y puesto que eran del mismo club de ajedrez, sospeché que podían ser primos. Era una buena forma de iniciar la conversación con él. No sirvió de nada. No solo no eran primos, o al menos lo negó dos veces con la cabeza, sino que mi pregunta, que le daba pie para hablar de una niña que asistía a las mismas clases de ajedrez que él, no sirvió de abrelatas para su mutismo.
Jugamos. Diez movimientos antes que a Amaia le daba mate con alfil y caballo. Sin oferta de tablas. Tenía que ganar, mi torneo había empezado. Y en ese momento lo vi temblar, estremecerse. Las lágrimas se le escurrían por las mejillas. Me sentí la persona menos indicada para consolarle, ya que era el causante de su desgracia. Vi a su monitor no muy lejos. Le hice un gesto con el brazo y se acercó. Poco le dijo y quizás no lo más oportuno. Le señaló la planilla, completamente en blanco. “Tienes que rellenar la planilla”. Mecánicamente, le alargué la mía deseando que empezara a copiarla y dejara de llorar. El monitor se fue a buscar a su madre, aunque por las medidas covid nadie salvo los jugadores podía estar presente en la sala de juego sin autorización de los árbitros.
El niño seguía perdido. Le dije “¿Quieres que te rellene la planilla?”. Me la alargó en un gesto de asentimiento. Se la rellené a tiempo de que el árbitro la cogiera y de que la madre recogiera al niño. Le di su copia al niño. Añadí algo sobre guardarlas en una carpeta y meter las partidas en el ordenador “para que el ordenador te diga las jugadas que has hecho buenas y las que has hecho malas”. El niño no dijo nada. Su madre me dio las gracias por él y me dijo un “Sí, eso haremos. La guardaremos en una carpeta y en el ordenador”. Salieron agarrados de la mano. Solo jugó una ronda más, con el mismo resultado, y desapareció del torneo en las últimas cuatro.
No era la primera vez que asistía al derrumbe de un niño cuando pierde la partida, aunque no como causante. Un año antes de la pandemia, me paseaba entre los tableros de uno de esos Open que se celebran en verano, en Oviedo. En la última fila jugaba un guaje de apenas diez años. No se lo estaba poniendo fácil hasta ese momento a su rival, un señor de pelo y barba cano, sesenta y tres años, que en repetidas ocasiones le pedía al chaval la planilla para corregir y completar la suya. No es buen síntoma equivocarse anotando. Sin embargo, fue el chaval el que se equivocó sobre el tablero, perdió la dama y comprendió que con ella perdía también la partida. Se echó a llorar. Siguió jugando durante diez o doce movimientos más, anotándolos escrupulosamente, pulsando el reloj metódicamente y llorando sin parar, inconsolable. Y durante esos últimos y agónicos movimientos, profundamente absorto, cogió maquinalmente el batido que desde atrás le alargaba su madre solícita, para devolverlo inmediatamente en cuanto se dio cuenta de lo que tenía en la mano: seguramente hubiera preferido su dama. No era la primera ni la segunda ni la tercera partida que perdía. Pero venía de ganar en la ronda anterior a un chaval cinco años mayor y quizás sus expectativas se habían disparado. De todos los que pugnábamos aquella tarde sobre el tablero, nadie como él, derrotado en aquella jornada, podría haber dado una definición más clara de lo que es la Victoria.
En el hilo argumental de este artículo que está empezando a ser demasiado largo, debería enhebrar aquí anécdotas similares de la infancia de Bobby Fischer o Anatoly Karpov. Enlazaría también con el miedo a perder que ha sobrecogido a tantos jugadores adultos en algún momento de su carrera. Y adornaría el artículo con citas de obras literarias y cinematográficas que han subrayado el carácter obsesivo del juego. Todo ello para concluir algo que muy pocos lectores me discutirán: que ningún juego o deporte puede reclamar con tanta autoridad como el ajedrez el lema de “ganar o morir” de los gladiadores, a pesar de ser el más incruento de los combates, el de menos contacto físico. Una partida de ajedrez involucra toda la energía psíquica de los contendientes y su resultado no se decide por ninguna dimensión física mensurable como el “citius, altius, fortius” olímpico, sino por un pulso mental en el que el vencedor doblega espiritualmente al derrotado. Más allá de cada partida, la excelencia en la práctica del ajedrez, sea al nivel que sea, requiere también de un esfuerzo y dedicación que puede llegar a absorber o desviar las otras facetas de la vida del ajedrecista. Se ha dicho no sin exagerar demasiado que el ajedrez no es un juego, sino una enfermedad.
Podemos despreocuparnos, hasta cierto punto, de cómo sobrelleva el adulto esta enfermedad, esta adicción. En cambio, no podemos pasarla por alto cuando se trata de niños. Les llevamos al ajedrez porque sabemos que va a acelerar su desarrollo cognitivo, primero empujándoles a superar el Rubicón egocentrista de los siete años, después desarrollando su capacidad de cálculo, de manejo mental de símbolos y operaciones, que tanto les va a ayudar en las clases de matemáticas o en la descodificación fluida del nuevo código lingüístico escrito que están aprendiendo. Deberíamos impedir que el ajedrez fuera para algunos de ellos causa de sufrimiento. Ganar o morir no debe ser una lección para niños.
¿Cómo? En primer lugar, poniendo en valor el ajedrez no competitivo. Jugar al ajedrez en el recreo escolar, en una actividad extraescolar o de manera casual, no solemniza el resultado de la misma forma que toda la parafernalia de árbitros, relojes, trofeos, clasificaciones, publicación de resultados, sin perder por ello ninguna de sus virtudes cognitivas.
No obstante es imposible cerrar el paso al ajedrez competitivo, una realidad cultural de nuestra sociedad. La práctica del ajedrez competitivo también tiene facetas positivas, pues inicia a los niños y adolescentes en hábitos de autocontrol, reflexión y toma de decisiones. Pero queda a la responsabilidad de sus profesores y monitores, y por supuesto de sus padres, evitar la deriva extrema. ¿Cómo? Dejadme desarrollar una propuesta.
Hay en el ajedrez adulto actitudes hacia el juego superadoras de su faceta rabiosamente competitiva. Voy a tirar del hilo que se esconde tras una cita de Tartakower: “el vencedor de una partida es el que comete el penúltimo error”. Cualquier veterano asentirá tras muchas derrotas y victorias: no he ganado mis partidas, es mi rival el que las ha perdido, ni es mi rival quien me ha ganado, sino yo el que he perdido. El jugador veterano sabe que, detrás de cada rival al que se enfrenta, subyace otro enfrentamiento de los dos jugadores contra la complejidad del juego. La antiquísima costumbre del análisis post partida entre los dos jugadores, abre un espacio de cooperación con el rival. Los dos, en cierto modo, están colaborando en seguir los pasos que ya se han dado antes en esa otra partida inmortal, eterna, que es el propio juego del ajedrez desde sus orígenes.
Pero la realidad del ajedrez institucional (y la de sus paralelos online) es la de un “lanista” romano ocupado en organizar los mejores “ludi”, los más espectaculares, los más rentables publicitariamente, los que alimentan el fuego competitivo de la multitud. El actual sistema de rating elo en el que participan cientos de miles de jugadores (y que nutre la tesorería de la FIDE), se ha consolidado como lo único que importa del juego: un gana-pierde continuo de ámbito universal. El juego se ha convertido en una adicción para yonkis de ese gana-pierde alimentada por camellos que ofrecen una panoplia de productos y servicios ajedrecísticos con nombres tan sugerentes como “destroza la siciliana”, “castiga los errores”, “bombardea el centro blanco”, “destruye la Caro-Kann”.
Reconozcamos, no obstante, que el rating elo ofrece un feedback al aficionado que indirectamente mide su progreso en el juego. Una valoración distorsionada en múltiples dimensiones, pero la única posible cuando se estableció hace muchas décadas.
Hoy en cambio es posible obtener una valoración de nuestro juego mucho más objetiva y directa, y además no contaminada por el resultado de la partida. Los motores de ajedrez han establecido un techo, un nivel de juego casi perfecto para la mente humana. Disponemos de herramientas que, en combinación con esos motores, cuantifican la calidad de nuestro juego, unas veces medido como un % de precisión, otras como una pérdida o desviación promedio en centipeones respecto al juego perfecto. Herramientas que, además, se usan con éxito para detectar precisamente a los tramposos que se ayudan de esos motores en la competición.
Mi propuesta es dar un feedback público y respaldado federativamente o por plataformas de juego online que mida exclusivamente el grado de perfección de nuestro juego partida a partida. Que el jugador pueda ver reflejado que este mes o en aquel torneo su precisión de juego fue del 92% o cayó al 86%, o que hace un año jugaba 2 puntos mejor o peor. El 1-0, el 0-1 y el ½- ½ no son los únicos resultados posibles de una partida: hay muchas formas de perder, de ganar y de entablar.
Este sistema sería independiente del resultado y, hasta un cierto punto, del nivel del rival. Mi experiencia es que es más fácil obtener una puntuación casi perfecta frente a un rival que comete errores de bulto. Quizás por ello, para evitar distorsiones, se debieran omitir en este sistema de rating las partidas ganadas frente a aquellos rivales que se desempeñan muy por debajo de nuestro nivel. Pero es indudable que las partidas igualadas y, sobre todo, las partidas perdidas deben formar parte de ese rating, porque es en las dificultades donde tenemos ocasión de darlo todo.
De esta forma marcaremos el acento sobre la faceta colaborativa del ajedrez, sobre la necesidad de un buen rival para tener una buena partida. Y también sobre la competición contra uno mismo, la superación personal, más que sobre la derrota ajena.