Hace unas semanas publicábamos un artículo a propósito de la provocadora cita de Unamuno “el ajedrez desarrolla la inteligencia, sí, pero sólo para jugar al ajedrez”. Y hace poco, en sentido contrario, un artículo del filósofo y pedagogo Nicola Lococo interpretando el diálogo entre los dos jugadores de una partida de ajedrez como un ejercicio de mayéutica socrática: es decir, como un paradigma de praxis intelectual entre dos personas que colaboran en la búsqueda del conocimiento cuestionándose el uno al otro. ¿Pueden conciliarse puntos de vista tan opuestos? Veamos.
(este artículo se publicó originalmente en mikelgurea.com el 9 de febrero de 2020. Por ello, los enlaces anteriores remiten a ese otro blog)
El primero de los artículos concluía preguntándose que dirían Piaget o Vigotsky acerca de si el aprendizaje y la práctica del ajedrez en edad infantil ayudan a su desarrollo intelectual. Pues bien, desde la teoría piagetiana del desarrollo infantil se le puede dar una respuesta a esta pregunta que engancha además con la perspectiva mayéutica invocada por Lococo.
Voy a dar un pequeño rodeo a través de las ideas de Piaget y Vigotsky para establecer la primera premisa de este artículo: que la confrontación-diálogo entre dos o más personas es la forma original como surge el razonamiento lógico en el desarrollo infantil.
En el esquema piagetiano de desarrollo infantil, hay un salto, un rubicón alrededor de los 6-7 años. La edad no es ni mucho menos exacta, puede variar según individuos y entorno sociocultural, pero la mutación se da en todos los niños. Hasta esa edad aproximada el niño es “intelectualmente egocéntrico”. Entrecomillamos la expresión porque Piaget no utiliza el término “egocéntrico” en su acepción corriente, tal como lo definiría el diccionario de la RAE o como lo utilizaríamos en una conversación casual. Es importante entender lo que quiere decir Piaget caracterizando como egocéntrica la inteligencia del niño en el periodo aproximado de los 2-7 años. Importante para comprender la dificultad o incluso imposibilidad de jugar al ajedrez para los que aún no han dado el salto, aunque sepan las reglas y muevan las piezas correctamente. Importante también para comprender lo que de positivo puede aportar el ajedrez a esa edad en la superación de ese reto cognitivo.
Como dice Piaget y nadie se ha atrevido a contradecir, el ser humano recién venido al mundo no distingue aún entre su mismidad y la realidad exterior. El bebé es egocéntrico en un sentido absoluto. Desde ese instante inicial el desarrollo humano es un proceso de autoconciencia y descentración, un ejercicio creciente de objetividad que solo termina cuando el ser humano hace techo cognitivo. Al nacer, todo lo que percibe el recién nacido, empezando desde luego por la propia madre, es parte de él, de sí mismo. Va comprendiendo donde está la barrera entre el mundo exterior y él mismo a base de frustraciones, pero también de triunfos cuando da un paso adaptativo exitoso. “Va comprendiendo” quiere decir, ni más ni menos, que el niño construye en su interior, en su mente, los esquemas operativos necesarios para desenvolverse en la realidad, para saber que las ausencias de su madre son temporales y que volverá, o que la pelota que ha rodado y dejado de estar visible no es que haya dejado de existir, simplemente está oculta o tapada. Piaget coloca en el segundo año de vida, más o menos, el fin del estadio que denomina sensorio-motriz por la prevalencia de la conducta exploratoria física y sensorial en su desarrollo mental.
Con la aparición del lenguaje y hasta los 6-7 años aproximadamente, Piaget describe lo que etiqueta como estadio preoperacional, de una intensa actividad mental, pero que se rige por reglas muy diferentes de las del adulto y que los adultos solemos olvidar o desconocer. Una de ellas, el egocentrismo cognitivo. Un ejemplo de egocentrismo cognitivo sería este diálogo. Le preguntamos a un niño:
-
- ¿Tienes un hermano?
- Sí.
- ¿Cómo se llama?
- Carlos.
- ¿Carlos tiene un hermano?
- No.
El niño es incapaz de representarse mentalmente el punto de vista de su hermano Carlos y de otras personas en general. No se piense que un Sócrates, a base de preguntas, conseguirá llevar la luz a su mente si el niño no está maduro. Más bien puede ocurrir que el adulto con sus preguntas sugiera la respuesta y el niño nos la repita como un loro porque intenta dar satisfacción al adulto. Hay una barrera mental, el egocentrismo cognitivo, que el niño debe superar. Como adultos, nos sorprende descubrir que exista esa barrera porque vemos al niño como un igual a nosotros pero más pequeño, cuando de lo que deberíamos maravillarnos es de que los seres humanos hayamos desarrollado nuestra mente más allá de esa barrera innata tan natural.
Para Piaget, biólogo de formación, el acceso a una fase superior del desarrollo cognitivo es el resultado del conflicto con la realidad y de un proceso de adecuación a ella, similar o equivalente al proceso de adaptación de todos los seres vivos a su medio. Con la importante diferencia de que lo que en el resto de los seres vivos suele ser la adecuación de un órgano a una nueva función, en el ser humano consiste esencialmente en el desarrollo de un superinstrumento: la mente.
Vigotsky matiza o más bien amplia ese punto de vista señalando que la realidad a la que se adapta el individuo humano es abrumadoramente social, cultural. Y que todas las funciones mentales internas, intrapersonales, características del ser humano, aparecen primero en forma externa, como relaciones interpersonales. Por ejemplo, el reflejo del bebé de asir un objeto fuera de su alcance, un sonajero o un muñeco, es interpretado y devuelto por sus padres como gesto de señalar, generando así entre padres e hijos la primera palabra de un lenguaje mímico universal. El lenguaje propiamente dicho, aprendido-imitado de los adultos, se convierte progresivamente en un instrumento mental y el niño se habla a sí mismo, se repite las palabras y frases aprendidas para dirigir su propia conducta, al principio en voz alta y finalmente en silencio: ha aparecido el lenguaje interior.
Para Vigotsky, lo que rompe el egocentrismo cognitivo es la interacción social, el conflicto con los demás. Conflicto que se expresa en gran medida de manera lingüística, puesto que es el lenguaje el medio esencial que utilizamos para interaccionar. Son las frases contradictorias de los otros los primeros contraargumentos que el niño empieza a manejar mentalmente, como si fueran aprendices de la mayéutica socrática.
Y todo esto, ¿qué tiene que ver con el ajedrez?
Si observamos los primeros balbuceos ajedrecísticos de los niños que no han traspasado aún la frontera del egocentrismo, observaremos que es muy fácil que:
- muevan alfiles, torres, dama y rey con soltura a través de diagonales, filas y columnas.
- sepan mover los peones 1 o 2 casillas hacia adelante, y capturar en diagonal.
- sepan mover el caballo según sus reglas de salto.
- sepan ejecutar el movimiento del enroque.
- designen los movimientos utilizando correctamente el sistema de coordenadas a1-h8.
Es decir, el niño mueve correctamente las piezas según las reglas del ajedrez. Y subrayo algo que puede parecer una obviedad pero que es un pequeño milagro de por sí: las mueve en su mente antes de moverlas en el tablero.
En contraste con esa capacidad, encontraremos que ese niño todavía en la fase egocéntrica tiene un importante déficit de intencionalidad en su juego:
- capturará toda pieza o peón enemigo que se ponga a tiro de sus propias piezas o peones, pero curiosamente, los movimientos de mate, aunque sea meramente el mate en 1, le resultan invisibles.
- con muchísima frecuencia moverá sus piezas y peones a casillas dominadas por el bando contrario y que pueden ser capturadas, para su sorpresa. Igualmente, apenas detecta las amenazas creadas por los movimientos del contrario . En definitiva, el cálculo combinatorio, la visión táctica, es prácticamente inexistente.
- en la apertura puede dar la impresión de que desarrolla sus piezas con sentido, aunque en realidad está reproduciendo mecánica o memorísticamente las pautas de que el monitor le ha enseñado: avanzar los peones centrales, movilizar alfiles y caballos… Pero el niño no tiene un plan de desarrollo, carece de estrategia. Sus ojos y su atención fluctúan de una pieza a otra y de un lado a otro del tablero, sin evidencia alguna de que conecte unas piezas con otras, incluso aunque estén contiguas.
La ausencia de cálculo combinatorio es, en nuestra opinión, un reflejo de la incapacidad de asumir el punto de vista del contrario, como le sucedía al hermano de Carlos. De la misma forma, el movimiento que da mate se diferencia de la mera captura por el hecho de que incluye el cálculo de los movimientos del rey contrario: es un movimiento combinatorio que requiere incluir el punto de vista del contrario. El niño entiende y ejecutaría con gran alegría la captura del rey, pero no entiende tan fácilmente la posición resultante de mate, que en definitiva es el puro punto de vista del lado contrario. El mate deja insatisfecho al niño porque el triunfo para él consiste en la captura del rey, no en una sutileza, la red de mate, que él no percibe. Por ello, por esta incapacidad de ver el punto de vista contrario, no es de extrañar que el niño tampoco tenga una concepción global de la posición en el tablero, un plan, ya que más allá del esfuerzo de multiatención e integración que le supondría, son la posibilidad y la previsión de las acciones del contrario las que dan sentido a los planes estratégicos, por muy sencillos que nos parezcan.
Esta visión piagetiana de los balbuceos ajedrecísticos es congruente con un consejo firmemente repetido en los cursos para monitores de iniciación al ajedrez: antes de la edad para jugar al ajedrez, hay un estadio previo en el que el niño solo debe jugar con el ajedrez con el único objetivo de familiarizarse con las piezas y sus movimientos así como con la geometría del tablero. Si el niño no ha madurado todavía, si no está lo suficientemente próximo al Rubicón que debe pasar para dejar atrás su egocentrismo, presentarle ejercicios tácticos y conminarle con ¡Piensa, piensa! no sirve más que para alimentar su frustración, y si ello no le lleva a dejar el ajedrez es porque, afortunadamente, el ajedrez sigue siendo atractivo a pesar de la torpeza de los adultos que presuntamente lo enseñamos.
Las partidas de ajedrez entre niños que no han desbordado el limes cognitivo del egocentrismo son o parecen “juegos paralelos”: dos niños que juegan uno al lado del otro, en compañía pero casi sin interaccionar. Casi: tan solo interaccionan con la alternancia de movimientos y con la realidad inevitable de que la pieza que captura uno de ellos es pieza que desaparece del tablero y que pierde el otro. Un «casi» que será suficiente para que, cuando llegue el momento, prenda en la mente infantil la semilla del pensamiento lógico-contradictorio. Es en este punto donde la magia mayéutica del ajedrez, el diálogo alterno entre los dos jugadores, puede convertirse en la pasarela para transitar rápidamente hacia el siguiente estadio, el de la lógica de las operaciones concretas, desarrollando su capacidad de ver las cosas desde la perspectiva de otra persona. El ajedrez, la partida de ajedrez, es un juicio contradictorio desarrollado en silencio entre las partes y cuya sentencia, dictada por las reglas del juego, se acata con un apretón de manos. En la vida, la confrontación, la cooperación y el diálogo son también procesos contradictorios más exitosos cuanto más racionales son las personas que intervienen en ellos dispuestas a acatar las reglas de la razón. Lo que sin duda sería del agrado de Sócrates y también de Unamuno.
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