Birth of the Chess Queen es una interpretación feminista, más voluntariosa que rigurosa, de la aparición en los tableros europeos en el siglo X de la primera y única figura femenina, la Reina o Dama, y de su conversión a finales del siglo XV en la pieza más poderosa, la que diferencia radicalmente el ajedrez moderno del ajedrez original recepcionado a través de persas y árabes.
Marilyn Yalom (1932-2019), la autora de Nacimiento de la Reina del Ajedrez, fue profesora en la Universidad de Stanford y directora del Instituto Clayman de Investigación de Género de la misma universidad. Tiene publicadas al menos media docena de obras de similar enfoque feminista, como A History of the Wife; A History of the Breast; Blood Sisters: The French Revolution in Women’s Memory; Maternity, Mortality, and the Literature of Madness.
La originalidad de Birth of the Chess Queen son las relaciones que establece entre el ajedrez y (lo que sabemos de) la religión, literatura, arte y política de la sociedad medieval. El papel de la mujer en el ámbito lúdico cotidiano, en el ajedrez doméstico y en el cortesano, la función galante del ajedrez como una ocasión para el cortejo, son temas amenos y sugerentes que nos recrean la edad de oro del ajedrez en cuanto a prestigio social. Claro, como discurso feminista lo que cuenta Mairyn Yalom no puede tomarse por un dibujo completo y real de la situación de la mujer en el medievo, sin duda mucho menos amable fuera de las idealizaciones artísticas y religiosas, en el mundo real de las clases no ociosas. Pero aquí lo que nos interesa son las piezas del ajedrez y cómo sus nombres y sus reglas de juego cambiaron para reflejar «algo» de la sociedad medieval, que para Mailyn Yalom es una especie de empoderamiento femenino
La Reina del ajedrez, reflejo del protagonismo político femenino.
Marilyn Yalom recorre país a país, siglo a siglo, las huellas de esa pieza, la Reina, que se va imponiendo en los tableros. Marilyn Yalom encuentra siempre un correlato con episodios concretos de protagonismo político femenino: reinas consorte, reinas viudas, reinas regentes, reinas per se..., entendiendo «Reina» en su sentido más amplio de Señora, Domina, Dama. Obtenemos así una relación de mujeres ejemplares que han ejercido el poder en el medievo occidental: Toda Aznárez de Navarra; Ermesinda, condesa de Barcelona; Urraca, reina de León y Castilla; Isabel la Católica; Adelaida de Borgoña, emperatriz del Sacro Imperio Romano-Germánico; Theophano, también emperatriz del Sacro Imperio Romano-Germánico; Matilde de Toscana; Constanza of Hauteville, reina de Sicilia y emperatriz del Sacro Imperio Romano-Germánico; Leonor de Aquitania, reina de Francia y reina de Inglaterra; Blanca de Castilla, reina de Francia; Margarita de Dinamarca, reina de Dinamarca, de Noruega y de Suecia.
Podrían haberse añadido más y más entradas a esta nómina medieval que no tiene parangón en el mundo árabe, persa e hindú, y nos hace intuir, de acuerdo con Marilyn Yalom, que algo tuvo que ver para que la Reina del Ajedrez viera la luz en esa época y lugar. Pero intuir no es explicar. El relato de Marilyn Yalom hace derivar la Reina del Ajedrez del mérito de esas mujeres, de su éxito social y político, del reconocimiento social de su importancia. La evidencia, la coincidencia, está ahí, pero la conexión queda en el aire sin dos eslabones intermedios.
El primer eslabón es que la Reina aparece para ocupar un vacío simbólico: la necesidad de adaptar la nomenclatura del ajedrez indo-persa-árabe a la visión del mundo feudal. La Reina sustituye al alferza, que solo era una pieza más de entre las seis que conforman el juego, todas ellas necesitadas de reinterpretación cuando el ajedrez llega a Europa. Sólo era una pieza más entre seis, y a ella se le aplicaron los mismos mecanismos asociativos que a las otras cinco.
El segundo eslabón es que el protagonismo político femenino en el medievo no se explica tanto por las virtudes y cualidades de unas mujeres concretas, como por el propio sistema político feudal, que aunque tendiera, como ocurría en todos los planos de la sociedad, a relegar a la mujer frente al hombre, no podía prescindir de ellas en ciertos roles sin poner en riesgo la reproducción del propio sistema.
El aspecto simbólico del juego: recepción cultural del ajedrez en la sociedad feudal.
El aspecto simbólico del ajedrez, su “como si”, no resalta para los jugadores de hoy. Lo tapa tanto el anacronismo de lo que representó en sus orígenes (elefantes, carros, caballería, infantería) como su indudable complejidad, que le da otro tipo de atractivo puramente intelectual mucho más intenso. Los nombres y las formas de los trebejos son más excitantes para los niños que se inician en el juego que para la imaginación de los adultos. La infancia del ajedrecista se parece mucho a la infancia del ajedrez.
HJR Murray se levantaría de su tumba si leyera que el ajedrez nació probablemente sobre un tablero usado para un race game como el parchís en el que los dados determinaban la pieza a mover. Esto no pasa de ser una hipótesis como cualquiera de las otras que circulan por los libros, todas ellas indemostrables e irrefutables por falta de documentos que las acrediten o desmientan. Pero la más plausible en mi opinión. Mucho más plausible que la de HJR Murray, que hace nacer el juego ya acabado de la mente de un creador individual, como Palas Atenea surgiendo de la frente de Zeus ya vestida con la panoplia completa.
Cuando el ajedrez prescindió del azar, se convirtió en el juego intelectual por excelencia, de la misma forma que el adolescente deja atrás sus juegos más infantiles y se sumerge en el laberinto ajedrecista. El vínculo simbólico se debilitó hasta el punto de que en algunas zonas de la India llegó a cambiar su nombre original chaturanga por otros en los que está presente la palabra buddhi, intelecto: buddliidyuta, buddhibalusrita, buddhibalakrida, buddibaiachd…
Pero es su nombre original el que nos remite al «como si» del juego. Chaturanga se refiere a las cuatro partes del ejército hindú: infantería, elefantes, caballería y carros. Algo parecido a como si llamáramos Triada o Terna al tópico “por Tierra, Mar y Aire”. El rey y su consejero o general, como cabezas políticas, se disponen en el centro del tablero arropados por las fuerzas combatientes. En definitiva, el ajedrez era un juego de guerra, un “como si” libráramos una batalla entre dos ejércitos.
A pesar de que los indios utilizaban más de un nombre para la misma pieza, la difusión del ajedrez a los países vecinos se completó sin ambigüedad porque más allá de los conjuntos de piezas de uso diario, más sucintos, existían suficientes y detalladas reproducciones artísticas que dejaban bien claro el “como si” del juego. Los países receptores se limitaron a dar nombres en su lengua a las piezas que veían y por lo que representaban, realizando cambios tan sólo cuando el contenido simbólico de alguna de ellas no tenía equivalente en su realidad. Este es el caso, por ejemplo, de la sustitución del carro de guerra –nuestra torre- por barcos o botes fluviales en Tailandia, Golfo de Siam y Vietnam.
Los persas aceptaron literalmente el juego indio y son sus nombres en farsi, los nombres que enumeran las cuatro partes del ejército hindú más su bicefalia política, los que llegaron al Occidente europeo a través de los árabes. Pero la recepción árabe, al prohibir por precepto religioso la representación figurativa de seres vivos, debilitó su contenido simbólico. Los trebejos árabes son abstractos, tanto en sus versiones manufacturadas de manera sencilla y con materiales baratos para jugar, como en las destinadas al lujo y la ostentación.
De estos últimos son los primeros conjuntos de ajedrez encontrados en el medievo europeo, singularmente en España, tallados en cristal de roca. La pista de su origen por la vía del regalo o del botín nos lleva hasta la Córdoba del califato, lugar a donde en el año 822 había llegado el ajedrez directamente desde Bagdad de la mano del poeta y músico de origen kurdo Ziryab. Estos conjuntos de ajedrez abstractos aparecen como tesoros en los reinos cristianos antes de que tengamos noticia de que en ellos se practicara el juego. Así que podemos imaginar a los primeros jugadores de la Cristiandad ante unas piezas que poco o nada decían de sí mismas, aprendiendo las reglas del juego y traduciendo o tratando de entender los nombres del “como sí” indo-persa-árabe: shah, farzin, pil-fil, asp-faras, rukh, piyadah-baidak.
La literatura medieval nos informa de cómo fue el proceso. Hay dos tipos de literatura ajedrecística medieval. Hay una literatura didáctica que enseña a jugar al ajedrez (y también colecciones de problemas ajedrecísticos para los iniciados en el juego). Hay otro tipo de literatura moralizante, que utiliza el ajedrez de la misma forma que un predicador utilizaría el pórtico de una iglesia para explicar las Sagradas Escrituras. Son documentos esenciales para comprender cómo fue el proceso y el resultado final de la recepción del ajedrez en la cultura medieval.
En cambio, los juegos de ajedrez de uso cotidiano que se han conservado nada informan acerca de la recepción del contenido simbólico del juego, ya que mantienen y continúan el tipo árabe, abstracto. Solo unos pocos destinados al adorno o la exhibición, de mayor tamaño, se recrean más en los detalles figurativos, como el conjunto de piezas de la isla de Lewis (cada una de las cuales pesa alrededor de un kilo) o el mal llamado Ajedrez de Carlomagno. De orígenes opuestos, el primero manufacturado en el Norte de Europa, probablemente Islandia, y el segundo en el sur de Italia, coinciden sin embargo en representar una Reina en lugar del alferza.
Resumiendo, el proceso fue así:
Tres piezas encontraron sin dificultad su equivalencia lingüística en todas las lenguas medievales: el rey (persa sha, en árabe sha también), el peón o soldado de infantería (persa piyadah, en árabe baidaq) y el caballo o caballero (persa asp, en árabe faras o faris). Esas son las piezas del chaturanga que, vía persas y árabes, tenían su equivalente perfecto en los reinos cristianos y así fueron recepcionadas en todos ellos: como Rey, Peón y Caballero.
Las otras tres piezas (farzin, pil y rukh en persa, árabe firz o firza, fil y rukh) no tenían equivalente en el mundo cristiano occidental. Hacía casi dos mil años que los carros de guerra (rukh) habían desaparecido de occidente. Los elefantes (fil), desde Aníbal. Y el Consejero o Valido o Primer Ministro (firz), pieza que ocupaba en el tablero la posición que ahora ocupa nuestra Reina, no era una figura típica ni frecuente en el orden político feudal, porque lo característico del sistema feudal es la posesión hereditaria del cargo político, y un Valido, Visir o Primer Consejero es alguien que disfruta de una posición de poder merced al favor real, no por derecho sucesorio. Un ejemplo muy conocido de Valido medieval que acabó malamente es el de los Mayordomos de Palacio de la dinastía merovingia entre el 600 y el 750. Después de que los detentadores del cargo consiguieran consolidar su carácter hereditario, la dinastía merovingia fue desplazada del poder por el último de los Mayordomos, Pipino el Breve, hijo del también Mayordomo Carlos Martel que había derrotado a los árabes en la crucial batalla de Poitiers, y padre del Emperador Carlomagno, que ya no fue Mayordomo ni lo tuvo.
Por tanto, nos quedan tres piezas de ajedrez de difícil encaje medieval: fil, rukh y firz. A la hora de asignar o resolver el papel simbólico de estas tres piezas, nacieron lo que de una manera bastante esquemática diríamos que fueron dos estilos de nomenclatura diferentes y con cierta especialización geográfica.
Los países más conectados con el ajedrez islámico de Al-Andalus y de las riberas mediterráneas, como la Península Ibérica, adoptaron los tres nombres sin traducirlos, o realizaron una traslación por afinidad fonética. Así, el alfirz o alferza pudo llegar a confundirse en España con el alférez o portaestandarte del ejército (manuscrito de Alfonso X el Sabio, 1283), a pesar de que la etimología árabe de alférez en realidad lo conecta con el faras (caballo) o faris (caballero). El rukh se mantuvo como roque, y aunque en los reinos cristianos peninsulares había conciencia lingüística de su significado como “carro” entre los musulmanes, seguía sin tener equivalente militar. Mucho más tarde, roque se confundió con «roca» y de ahí con torre o castillo, que sí tenía un valor militar y político (aunque nula movilidad, qué curioso). El al-fil se mantuvo como tal, con derivaciones fonéticas como aufin, arfil, delfino, etc…
Por el contrario, en Alemania, en los países nórdicos y algo más tarde en Inglaterra, las tres piezas incomprendidas fueron reinventadas para reflejar no el orden militar medieval, sino el orden político-social feudal: caballeros, obispos, condes, marqueses y… reinas. Así, el alfil se convierte en Anciano, Hombre Sabio, Obispo, Conde, Bufón… El rukh se asimila en las lenguas nórdicas con el hrokr, palabra que designa el Centurión o jefe de una fila de infantes, pero también con el Margrave (marqués) en Alemania, o con el Conde en Italia. Y el alfirz se convierte en la Reina del ajedrez.
De todas las piezas reinventadas, la Reina es la más firme, segura, unánimemente aceptada, hasta el punto de que desde su primer uso documentado en una localidad suiza lindante con Alemania, Einsiedeln, marcha hacia el norte y el oeste, alcanzando también por el sur la Provenza, Italia y quizás mordiendo la esquina nororiental de la península ibérica (Cataluña).
El ajedrez medieval, a pesar de representar el orden político feudal, no por ello dejó de ser un juego del “como si” de la guerra. Pero de la guerra feudal. Si observamos la disposición de fuerzas en una batalla tan representativa del medievo como las Navas de Tolosa, nos parecerá caótica al lado de los despliegues que encontramos en cualquier batalla de la Antigüedad (Cunaxa, Coronea o Mantinea, en los relatos de Jenofonte, o cualquiera de las batallas de Alejandro, César o Aníbal), y ello es así porque en la batalla medieval se superpone el orden y la jerarquía política feudal con el orden en el que un estratega puro dispondría sus fuerzas de distinto tipo para una mejor colaboración y apoyo mutuo entre ellas. El ajedrecista medieval juega a la guerra, sí, pero también juega en el complejo mundo de las relaciones políticas feudales.
La Reina, pieza esencial del sistema político feudal.
El feudalismo fue un sistema político descentralizado y jerarquizado de relaciones feudo-vasalláticas hereditarias. Si el orden político feudal se hubiera basado en la elección, en la designación o en la cooptación, como la República Romana, el Imperio Romano, la monarquía visigótica o el Imperio Bizantino, nunca hubiéramos encontrado una mujer al frente del Estado o de alguna de sus magistraturas. En realidad, todas las monarquías medievales nacen bajo forma electiva restringida, pero los procesos de patrimonialización consustanciales al feudalismo disfrazan de cooptación temprana del heredero a las tareas de gobierno lo que acabará tomando finalmente la forma sucesoria. El derecho de sucesión, como todo el derecho medieval, no suele estar fijado con nitidez, aunque hay casi unanimidad en relegar a la mujer en perjuicio del varón, pero no la hay en cuanto a incapacitarla. De lo que no se duda es de la importancia de la maternidad para determinar la sucesión legítima, residuo quizás de un orden matrilineal preponderante entre los pueblos prerromanos y no romanos que ocuparon el vacío de poder al comienzo del medievo. Y si esto nos recuerda muy ligeramente El cuento de la criada de Margaret Atwood, el paralelismo es tan profundo que muchos detalles de los partos y las bodas principescas parecen sacados de la ficción. Por ejemplo, que la consumación de las bodas se realizara en público, ante testigos que dieran fe de lo que estaba sucediendo, que no era un acto privado, íntimo, sino un hecho de consecuencias jurídicas.
Cuando se producía una crisis sucesoria por ausencia de heredero varón directo o por minoría de edad, era típico que algún noble pretendiera la corona alegando uno de estos dos argumentos, o los dos: ser su el pariente masculino más cercano al fallecido, o bien el antiguo derecho aún no olvidado para que los nobles o un grupo reducido de ellos eligieran a su rey. Frente a esta pretensión de ruptura sucesoria, una mujer podía tener sus bazas bien por estar situada en la linea directa de sucesión, bien por tener la custodia del heredero varón menor de edad. En este último caso, el más frecuente, la mujer se convierte en detentadora del poder, como solapamiento protector para que el poder de hecho y el derecho del poder alcancen al hijo menor de edad desde el marido fallecido.
Conscientes de esa función de eslabón sucesorio, los señores feudales no dudan en asociar en el gobierno a la esposa, a la madre o incluso a la hija, o en delegar en ella durante sus frecuentes ausencias por motivos militares o de otro tipo. En definitiva, la hija, la esposa, la madre, impregna todos los niveles del orden feudal, salvo los eclesiásticos, algo que hubiera sido impensable en el mundo romano y bajo el Derecho Romano. No nos debe extrañar, por tanto, que desde el primer instante de su recepción el ajedrez medieval obvie al Consejero, al Visir, y opte por la Reina, la Dama, la Señora.
El Poema de Einsiedeln es el primer documento medieval que referencia el ajedrez. Este manuscrito fue encontrado en el monasterio benedictino del mismo nombre y se fecha hacia el año 997. Describe el juego con pretensión didáctica, y lo hace ya, sin ninguna duda, con la Reina junto al Rey, cuando detalla el orden de colocación de las piezas en la primera fila: In quorum medio rex et regina locantur.
No sabemos quién fue el autor de este poema divulgativo del nuevo juego y sus reglas. Como muy atinadamente señala Marilyn Yalom, quien quiera que fuera, por la fecha en que lo compuso, había conocido y vivido como súbdito de dos Emperadoras.
La primera de ellas, Adelaida de Borgoña, casó con Otón el Grande, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en 951. Cuatro años antes su esposo había confirmado la creación del monasterio de Einsiedeln, lugar donde se ha conservado el Poema, y le había dotado de tierras y privilegios. Cuando Adelaida enviudó en 973, ejerció como regente de su hijo Otón II hasta 978.
La segunda fue Teófano Skleraina, nieta del emperador bizantino Nicéforo II, que casó con el hijo de Adelaida, Otón II, en 972. Después de que Teófano diera a luz tres hijas (Adelaida, Sofía y Matilde), en 980 llegó el necesario heredero varón, futuro Otón III. Cuando Otón II murió de malaria en Roma en 983, durante la retirada de una expedición militar contra los musulmanes calabreses, el heredero de solo tres años pasaba a ser presa asequible para los parientes masculinos del emperador fallecido, como Enrique II duque de Baviera, que con el pretexto de reclamar la regencia, probablemente hubiera intentado usurpar el trono, con más facilidad cuanto que la sucesión hereditaria no fue nunca la norma en el Imperio durante todo el medievo, sino más bien un fait accompli, no siempre consumado.
Si Teófano, exótica princesa bizantina, no tenía claro qué tenía que hacer como madre del heredero, su suegra Adelaida sí sabía cuál era el poder de la mujer en el sistema sucesorio feudal y qué le ocurriría al nieto si no lo ejercía. Ella había visto morir a su primer marido envenenado a los cuatro años de matrimonio, y había sido secuestrada poco después de enviudar para obligarla a casarse con un varón de otra familia que recibiría de ella el título de rey de Italia. Una peripecia que terminó felizmente cuando consiguió escaparse y encontrar la protección de Otón I, con quien se casó.
Teófano se las arregló, en connivencia con su suegra Adelaida, con la que había tenido sus más y sus menos, para coronar emperador al pequeño y asumir ella misma la regencia del Imperio. Cuando Teófano falleció ocho años más tarde, la regencia volvió a ser asumida por Adelaida, ahora en protección de su nieto, hasta su mayoría de edad.
Por supuesto, no estamos argumentando que la singular personalidad de Adelaida y Teófano inspiraran la Reina del ajedrez. Seguramente que al redactor del Poema de Einsiedeln no se le escaparía reconocer en las regencias de Adelaida y Teófano este “juego de tronos” típico del medievo en el que la Reina era la mejor defensa del Rey, y no necesitaría conocer la historia de los Mayordomos de Palacio merovingios para descartar al Visir o Consejero masculino, puesto que ya tenía su equivalente femenino que lo mejoraba.
En esta identificación alferza-Reina, podemos apuntar un detalle que tiene que ver con el simbolismo de los movimientos de las piezas, que en su origen probablemente fueran un remedo de su comportamiento en batalla. Así, el peón marcha hacia adelante pero captura de costado: parece una buena imitación del infante que se protege de frente con el escudo y acomete de lado con la lanza. El salto del caballo y el movimiento rectilíneo del rukh son mímesis de la flexibilidad del jinete, por un lado, y de la necesidad de espacios despejados para desplegar la potencia del carro por otro. En cuanto al salto del alfil en oblicuo, la verdad es que no sabemos mucho cómo se comportaba un elefante en batalla, pero quizás era tan poco útil como su representación en el ajedrez.
En la técnica del juego árabe-persa el alferza se posicionaba de inicio, como nuestra Dama, al lado del Rey, y se desplazaba en oblicuo una casilla, en cualquiera de las cuatro direcciones, arriba-izquierda, arriba-derecha, abajo-izquierda y abajo-derecha. Este movimiento oblicuo es el más adecuado para interponerse como escudo frente al rukh enemigo, la pieza más poderosa del ajedrez medieval, que se movía exactamente igual que nuestra torre y era la única capacitada por sí misma para dar mate al rey o jaquearlo desde lejos. Así se reconoce en el Libro de los Juegos de Alfonso X el Sabio: El alferza anda a una casa en sosquino e esto es por aguardar al Rey e non se partir del e por encobrir le de los xaques e de los mates quando gelos dieren, e pora yr adelante ayudandol a uençer quando fuere el iuego bien parado. En definitiva, el alferza en el tablero desempeñaba un papel comparable al de la Reina del mundo real, quizás también al de los visires orientales, si éstos resultaron ser en el mundo real más leales que los mayordomos merovingios.
Este detalle favorecería la identificación de la Reina con el alferza, pero tampoco sería imprescindible para explicarla, como no fue necesario encontrar equivalentes medievales para los movimientos del rukh y del alfil. Pues si los vínculos simbólicos nos explican el origen y la infancia del juego, éste en sí mismo contiene un aliciente de complejidad que lo hace atractivo en su forma abstracta, como evidencia su éxito en el mundo islámico, su amplia difusión medieval a pesar de las incoherencias de sus adaptaciones simbólicas o su pervivencia hasta nuestros días, donde el ajedrez no representa nada más que el juego intelectual.
Volveremos a encontrar el simbolismo de los movimientos en el último capítulo del ajedrez medieval: la conversión de la Dama o Reina en la pieza más poderosa del tablero, atribuida con mucho entusiasmo, aunque ninguna prueba, al influjo de una reina que deslumbró en el mundo real, Isabel I de Castilla. Pero ésa es otra historia que merece una entrada aparte.
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