El ajedrez y la epistemología genética

El artículo anterior (Ajedrez: la memoria de la inteligencia) exponía hasta donde había llegado la psicología cognitiva en su comprensión de los procesos mentales del jugador de ajedrez, gracias a las investigaciones de Adrian de Groot, H. A. Simon, Fernand Gobet y otros. Concluíamos que en su resultado final, tras más de un siglo desde que empezó la búsqueda de la “inteligencia ajedrecística”, ya no se hablaba de Inteligencia sino de Pericia, Expertise en lengua inglesa. Y en el importante debate sobre si existe algún beneficio educativo en proporcionar instrucción en ajedrez a edades tempranas, Gobet y Campitelli concluían que no se ha encontrado evidencia en ningún estudio, tal y como era de esperar sabiendo que las distintas pericias son menos reutilizables entre sí cuánto más especializados son sus ámbitos de aplicación. Y el ajedrez es una pericia muy especializada.

Pero Gobet y Campitelli abrían la puerta a una posibilidad teórica, la de una transferencia entre lo más general y compartido por todas las pericias: la transferencia de la inteligencia.

«Una visión diferente de la transferencia surge del estudio psicológico de la inteligencia. Los investigadores en este campo creen que una o unas pocas habilidades transferibles forman la base de la inteligencia. Estas habilidades se consideran generales, al menos dentro de los dominios verbales o visuoespaciales, y se supone que se aplican a una variedad de dominios (ver Sternberg, 2000, para una descripción general). Sin embargo, estas habilidades básicas también se consideran innatas y, por lo tanto, no susceptibles de mejora a través de la práctica. Finalmente, otros investigadores han propuesto recientemente que la mejor manera de entrenar habilidades transferibles es enseñar habilidades genéricas, como estrategias para aprender, métodos para resolver problemas y técnicas para razonar. Este enfoque ha logrado cierto éxito limitado (Grotzer & Perkins, 2000).» (Beneficios educativos de la instrucción en ajedrez, Gobet y Campitelli, 2006)

Parece como si la psicología cognitiva se mordiera la cola y, después de concluir que el ajedrez es «pericia», lanzara un guiño a las primeras y extraviadas investigaciones de Binet, Djakow, Petrowski y Rudik. Ha pasado más de un siglo desde entonces. Inteligencia sigue siendo una palabra de un obvio sentido para el común, pero no así para especialistas, filósofos, psicólogos y pedagogos, que a diferencia y semejanza de la Torre de Babel, parece que hablan la misma lengua pero con sentidos diferentes, como los teólogos bizantinos.

Gobet y Campitelli, en su trabajo “Beneficios educativos de la enseñanza del ajedrez: una revisión crítica”, concluyen: “En la mayoría de los estudios, no se utilizó ninguna teoría bien establecida para predecir resultados o justificar por qué el ajedrez debería ayudar”. Uno de esos estudios, la tesis de licenciatura presentada en 1976 por Johan Christiaen en la Universidad Nacional de Gante, Bélgica, se apoya explícitamente en la epistemología genética de Jean Piaget, y pretende medir y constatar esos presuntos beneficios de la instrucción ajedrecística a través de dos tests típicamente piagetianos: el test de la balanza y el test de los líquidos, que explicaremos en su momento.

La epistemología genética trata de la Inteligencia, ése es su objeto aunque ella misma no lo formule de una manera tan simplona. Por tanto, el estudio de Johan Christiaen trata de la transferencia de la inteligencia, no de una transferencia al buen tun-tún.

La epistemología genética.

Pero ¿qué es la epistemología genética? ¿Se trata de otra voz más en esa torre babeliana que han levantado los estudiosos de la Inteligencia? En absoluto. Se trata de una voz llena de sentido que destaca por encima de la confusión, y por eso me dio esperanzas tratar de conocer de primera mano ese estudio de Johan Christiaen de 1976.

Antes de entrar al detalle del trabajo de Johan Christiaen, será necesaria una breve presentación de la epistemología genética, que puede obviar cualquiera que la conozca.

La epistemología genética estudia los procesos por los cuales los seres vivos (genética) adquirimos conocimientos (epistemología), esquemas o pericias válidos para adaptarnos a nuestro entorno. Obsérvese que Epistemología es una rama de la Filosofía, pero que Genética es una rama de la Biología.

Históricamente la Filosofía, ecosistema extremadamente propicio para las discusiones bizantinas, ha oscilado pendularmente entre dos posturas extremas acerca de la posibilidad del Conocimiento: el apriorismo y el empirismo. Pido perdón al lector por haber resumido en una frase, y por lo tanto tergiversar y falsificar, más de dos mil años de sesudos debates. Seguramente en la mente del lector habrán resonado ecos escolares acerca de las Ideas (Platón), que están fuera de nosotros y entran en nosotros para poseernos, y su opuesto, las verdades inmanentes que surgen desde el interior de nuestro espíritu (Kant, por ejemplo). Le sonará la oposición entre Sujeto que conoce y Objeto conocido. Y preguntas como de dónde nace el conocimiento, del Objeto o del Sujeto, etc, etc.

Para la epistemología genética el sujeto del conocimiento es todo ser vivo. No solamente el sabio, el filósofo, el lógico, el matemático o el científico. Ni siquiera el ser humano, sino todo ser vivo es sujeto o protagonista del conocimiento. Los moluscos, por ejemplo. Y pongo este ejemplo chocante para traer a colación una pincelada biográfica de Jean Piaget, impulsor de la epistemología genética. De niño, era tal su empeño y curiosidad por la naturaleza y la biología que a los 14 años se le ofreció encargarse de la conservación de la sección de moluscos del Museo de Ciencias Naturales de Ginebra. Cargo que no pudo aceptar pues estaba en edad escolar y debía continuar con sus estudios. Se doctoró con una tesis en Malacología, tal y como era de esperar.

Para la epistemología genética el objeto del conocimiento es todo lo que interacciona con el sujeto: el entorno, la naturaleza, el medio y el propio sujeto. Y el conocimiento, ese lazo cognitivo entre sujeto y objeto, es el producto de la adaptación del ser vivo a su entorno. “Quien entienda al babuino hará más por la metafísica que Locke”, escribió Darwin. Y en cita de paralelo sentido del propio Piaget: «El niño explica al hombre tanto, y a menudo más, de lo que el hombre explica al niño.»

Una de las réplicas sísmicas del evolucionismo darwiniano fue la “evolución creativa” del filósofo francés judeocatólico Henry Bergson. Para Piaget, nacido en el seno de una familia intelectualmente muy rica con una madre profundamente religiosa, Bergson fue una influencia adolescente que le inspiró esa meta intelectual tan duradera y profunda que se suele adquirir a esa edad. Su meta no fue otra que la explicación biológica del conocimiento. Para Piaget, entre el problema filosófico del conocimiento y su explicación biológica, cual espada en nudo gordiano, había un eslabón pendiente de completar: la mente humana. Fue así que después de licenciarse con una tesis doctoral sobre moluscos, Piaget dio el salto a la psicología, aunque él no se consideró nunca tanto un psicólogo como un genetista.

En uno de sus trabajos de juventud, después de trasladarse a París para continuar estudios en la Sorbona, colaboró con Teophile Simon, coautor junto a Alfred Binet (¿les suena?) de los primeros tests de inteligencia. El doctor Simon encargó a Piaget la estandarización de unos tests de razonamiento diseñados por Cyril Burt e incorporados a los tests de Binet-Simon que se aplicaban en Francia. Esa tarea accidental, combinada con la formación naturalística de Piaget y sus hábitos de meticulosa observación, le llevó a indagar y a preocuparse más por los casos en los que los niños fracasaban en responder correctamente a las pruebas de razonamiento que por la distribución por edades de las respuestas correctas. Típicamente, detectó que algunas cuestiones lógicas básicas relacionadas con la teoría de conjuntos, no eran accesibles para los niños menores de 11 o 12 años.

Entiéndase el giro copernicano que da Piaget a las investigaciones de Binet y Simon: no le interesa saber qué porcentaje de niños a cada edad alcanzan la comprensión de determinados principios lógicos y en base a ello poder aplicar masivamente los tests de inteligencia para clasificar a esos mismos niños en más y menos retrasados y adelantados. Quería saber cómo razonaban los que fallaban la prueba y comprender el proceso por el cual seis meses, un año o dos después, en su proceso de maduración, esos mismos niños darían el salto cognitivo.

En palabras del propio Piaget, la inteligencia no es lo que se sabe, sino lo que se hace cuando no se sabe (L’intelligence ce n’est pas ce que l’on sait, mais ce que l’on fait quand on ne sait pas). La epistemología genética define la inteligencia como la capacidad de los seres vivos para mantener una constante adaptación de sus esquemas al entorno que los rodea.

El conocimiento, llamémosle “esquemas” en la terminología piagetiana o “pericia” en la terminología gobetiana, no es la inteligencia, sino su resultado, el resultado de la Adaptación, de la misma forma que el cuerpo y nuestro funcionamiento biológico se adaptan a condiciones cambiantes. La epistemología genética estudia los procesos por los cuales los seres vivos adquirimos conocimientos, esquemas o pericias válidos para adaptarnos a nuestro entorno.

Los procesos de Adaptación son básicamente dos: Asimilación y Acomodación.

La Asimilación es el proceso de incorporación en el ser vivo de todo lo que ocurre a su alrededor, siempre de acuerdo con los esquemas fisiológicos y mentales de que dispone en ese momento.

La Acomodación es el proceso por el cual el ser vivo modifica sus esquemas para reajustarlos mejor a su entorno, impulsado por una rotura del equilibrio existente anteriormente: o bien porque el entorno del sujeto ha cambiado y plantea diferentes o mayores exigencias, o bien porque la conducta exploratoria del sujeto le lleva a forjar un nuevo equilibrio, con nuevos y mejores esquemas.

Todo esto, explicado de manera tan sucinta, puede parecer mera palabrería si se desconoce hasta qué punto la epistemología genética ha detallado mes a mes y año a año, con un número abrumador de observaciones concretas minuciosamente registradas, el maravilloso viaje de la inteligencia en el ser humano desde su nacimiento hasta la plenitud. Un cuaderno de bitácora con etapas y subetapas nítidamente diferenciadas, que reflejan la evolución de los esquemas mentales desde los primeros reflejos neonatales hasta la inteligencia formal operacional. Una evolución que no es lineal, que registra periodos de estabilidad y momentos de crisis, en la cual los nuevos esquemas no surgen de la nada, sino que son evolución de los viejos, que nunca desaparecen, siguen ahí como parte del sujeto. Resulta maravilloso que se pueda seguir hacia atrás la trazabilidad de los principios de lógica formal, geometría, aritmética y teoría de conjuntos desde la mente adolescente hasta los primeros balbuceos motores y sensoriales del bebé.

Por eso nos interesa el primer intento, y único que conozco, en tratar el ajedrez a la luz de la epistemología genética.

Johan Christiaen, 1976, Gante (Bélgica)

En 1976 Johan Christiaen presentó en la Universidad Nacional de Gante su tesis de licenciatura titulada Ajedrez y Desarrollo Cognitivo. La copia que ha llegado a mis manos es una traducción al inglés desde el original en lengua flamenca, hecha en 1981 por H. Lyman, por encargo de la Massachusetss Chess Association y la American Chess Foundation, entidades comprometidas en aquellos años en la defensa de las virtudes educativas del ajedrez.

El estudio consistió en dar instrucción ajedrecística a 20 niños de aproximadamente 11 años de edad durante 42 semanas repartidas a lo largo de dos cursos escolares, y al final de ese periodo comparar sus resultados en dos tests piagetianos, el test de la balanza y el test de los líquidos, con otro grupo de 20 niños del mismo entorno que no habían recibido instrucción ajedrecística.

En el estudio de Johan Christiaen, la instrucción de ajedrez impartida se apoya en un conocido y probado método de la época, Jeugd Schaak (Ajedrez para Jóvenes) por B. Withuis. de amplia difusión en Holanda y la parte flamenca de Bélgica (Flandes). El método comienza obviamente enseñando los movimientos de las piezas, pero abarca todos los conocimientos, consejos y nociones necesarios para que los niños puedan jugar partidas de competición en condiciones de torneo. De hecho, al final de su instrucción los sujetos del estudio compitieron en un torneo escolar a nivel de Bélgica, con buen resultado, así como en otro torneo en el ámbito de su escuela, además de los juegos desarrollados en clase.

Los resultados del estudio no respondieron a las expectativas. En la resolución del test de la balanza y del test de los líquidos, tan sólo se pudo apreciar una leve mejora en el grupo de 20 niños “ajedrecistas” frente al grupo de niños que no habían recibido instrucción en ajedrez. Una mejora tan leve que el rigor estadístico del propio Johan Christiaen le lleva a calificar de no significativa.

Lo que llama la atención de este trabajo no es su falta de conclusiones. Es decir, que no se encontrara evidencia de que ninguno de los dos grupos se desempeñara significativamente peor o mejor en el resultado de los tests. Llama la atención el enfoque del estudio, que a diferencia de todos o la mayoría de los demás analizados por Gobet y Campitelli, al menos contenía una suposición concreta (aunque equivocada, como veremos más adelante) de lo que era común a la actividad cognitiva “jugar al ajedrez” con la actividad cognitiva que se pretendía medir como resultado, los dos tests piagetianos.

Porque no se entiende que se trate de conectar el ajedrez con presuntos beneficios en la comprensión lectora o en las matemáticas o en cualquier otra área de conocimiento, sin tener al menos una hipótesis fundada que relacione el ajedrez con esos contenidos educativos. Más allá de ese tópico de que “el ajedrez es un juego de inteligencia, luego el ajedrez debe ser bueno”, esos estudios carecen de otro fundamento que no sea el de una apariencia de rigor cuantitativo estadístico que impresiona a los legos, pero que expertos como Gobet y Campitelli se encargan de desmontar. Aún así, aún cuando esos estudios fueran impecables en sus técnicas estadísticas, nada puede reemplazar en el conocimiento algo tan básico como la comprensión cualitativa de lo que estudias. La cuantificación estadística no es más que una derivada sofisticada de algo tan simple como es la repetición: la repetición, para el ser vivo cognoscente, es una llamada de atención. En mi perro, es una pauta que le invita a la anticipación, que es su forma de conocer, de adaptarse al mundo. En el ser humano adulto la repetición, y también su ausencia inesperada, es una llamada de atención, una incitación a la explicación, la inferencia, la causalidad… Podremos medirla de la manera más sofisticada que se nos ocurra, pero nunca podremos prescindir de comprenderla.

En sus conclusiones sobre los siete estudios analizados, Gobet y Campitelli decían:

«En la mayoría de los estudios, no se utilizó ninguna teoría bien establecida para predecir resultados o justificar por qué el ajedrez debería ayudar; creemos que esto debilita el caso de la enseñanza del ajedrez, principalmente porque la posición predeterminada de la mayoría de los psicólogos y pedagogos es que la transferencia [de habilidades cognitivas entre un dominio y otro] es poco probable. Por lo general, se utilizan teorías de «sentido común», un enfoque bastante débil. Por ejemplo, Frank (1981, p. 72), en un estudio reportado objetivamente, concluye que “la destreza en el juego de ajedrez requiere la posesión de un gran número de aptitudes en mayor o menor grado, pero todas ellas necesarias”. Esta afirmación se usa a menudo en la literatura como apoyo para la educación en ajedrez. Sin embargo, en su forma débil, esta es una declaración vacía, en el sentido de que es probable que la mayoría de las actividades humanas aprovechen múltiples habilidades (p. ej., matemáticas, deportes, música) y, en su forma fuerte, es empíricamente incorrecta (p. ej., los resultados de Djakow et al., 1927, o incluso los propios datos de Frank, donde varias habilidades no se correlacionaron con la habilidad ajedrecística). De manera similar, Margulies (sin fecha) explica su resultado de que los puntajes de lectura se ven afectada positivamente por la enseñanza del ajedrez de la siguiente manera: “Los ajedrecistas combinan procesos de alto nivel —conocimiento e información sobre la posición— y un enfoque interactivo en el que se considera cada ‘movimiento candidato’. muy parecido a una palabra o frase en la lectura. Los procesos de cognición son muy similares. Tanto el ajedrez como la lectura son actividades de toma de decisiones, y se puede esperar cierta transferencia de entrenamiento de una a otra (p. 11)”. Una vez más, el vínculo es, en el mejor de los casos, sugerente, y la mayoría de las actividades humanas (¡incluso ver una película!) involucrarían procesos similares

El estudio de Johan Christiaen se apoya en una teoría muy concreta y bien establecida: la epistemología genética. Otra cosa es que Johan Christiaen no haya interpretado correctamente el ajedrez desde el punto de vista de la epistemología genética y lo que ésta puede aportar al problema esencial de la transferencia, tal como lo resumíamos en el artículo anterior sobre la pericia ajedrecística, y en especial a su tercer supuesto: transferencia no de conocimientos, no de pericias, sino de inteligencia.

Los dos tests “piagetianos”.

El estudio de Johan Christiaen utiliza dos pruebas típicas de la epistemología genética para medir el desarrollo intelectual al final del periodo de instrucción ajedrecística: el test de la balanza y el test de los líquidos. Aunque aquí, por abreviar, los hemos llamado “piagetianos”, en realidad fueron muchas las personas que han colaborado en la definición, refinado y prueba de estos y otros muchos tests. Singularmente, la investigadora Barber Inhelder, cuyo libro “De la lógica del niño a la lógica del adolescente. Ensayo sobre la construcción de las estructuras operatorias formales”, en coautoría con Jean Piaget, puede dar una idea de la profundidad y riqueza de estas pruebas. El lector puede echarle una ojeada en este enlace, aunque solo sea al índice.

El test de los líquidos presenta al niño-adolescente cuatro frascos similares conteniendo líquidos incoloros e inodoros que parecen iguales, pero de muy diferente composición química: (1) ácido sulfúrico diluido, (2) agua, (3) agua oxigenada, (4) tiosulfato. A su lado, una botella de yoduro de potasio equipada con un dispensador cuentagotas (g) que contiene yoduro de potasio.

El niño-adolescente (o los niños-adolescentes, si la prueba se hace en grupo) desconocen el contenido de los frascos, por supuesto, así como sus propiedades cuando se combinan entre sí y con el yoduro de potasio: una mezcla de (1) ácido sulfúrico y (3) agua oxigenada se volverá de color amarillo al agregársele unas gotas de (g) yoduro de potasio, en tanto que el resto de combinaciones de un elemento o dos elementos permanecerán incoloras al recibir las gotas del reactivo. En cambio el tiosulfato (4) tiene la propiedad de decolorar la combinación amarilla 1+3+g.

Para despertar su curiosidad, los investigadores presentan dos vasos conteniendo líquido incoloro. Delante de los niños, agregan a cada vaso unas gotas de (g) yoduro de potasio. El líquido de uno de los vasos se vuelve amarillo (es decir, contiene 1+3 o quizás 1+2+3), en tanto que el otro permanece incoloro.

Se les pide a los niños que hagan “jarabe” (líquido amarillo) mediante cualquier combinación que consideren oportuna de los 4 líquidos y el reactivo (g). Se les proporcionan vasos en abundancia para poder realizar cuantas pruebas quisieran, así como papel y lápiz por si querían registrar los resultados.

El test de la balanza utiliza una balanza y un cierto número de pesas variables que pueden colocarse en los brazos de la balanza a distancias diferentes respecto de su centro, eje o fulcro. La balanza se presenta a los niños con dos pesos iguales situados a distancias desiguales del centro, por lo que la balanza está desequilibrada (la ilustración no es fiel reflejando este desequilibrio)

Se pide a los niños que equilibren la balanza.

Ambas pruebas, a distintas edades, provocan intentos muy significativos y reveladores de los esquemas cognoscitivos de cada niño en cada momento de su desarrollo. Por ejemplo, en el test de la balanza los niños más pequeños suelen presionar hacia abajo el brazo levantado, como una extensión de su propia experiencia sensorio-motriz y evidenciando que están todavía en el estadio preoperatorio (es decir, el estadio previo a las operaciones mentales en la terminología piagetiana).

¿Qué se pretende con estas pruebas? Averiguar si el niño-adolescente es capaz de una estrategia hipotético-deductiva que le permita llegar al conocimiento bien de las condiciones de equilibrio de la balanza, bien de las combinaciones de líquidos que satisfacen y no satisfacen la propiedad de “jarabe” (color amarillo)

Esa estrategia sólo es posible si el niño es capaz ya no solo de operaciones mentales concretas, sino de operaciones formales. Operación concreta versus operación formal es una importante distinción piagetiana. En el periodo previo (7-11 años aprox.) el niño es capaz de operar mentalmente, pero solo de manera concreta. No es capaz todavía de incluir en sus operaciones mentales aquellas que no son reales o actuales, sino sólo hipotéticas. Y por tanto, no es capaz de diseñar una investigación sistemática que le resuelva el problema del equilibrio de la balanza o de la combinación de líquidos que produce jarabe amarillo. Lo que no excluye que en algunas de sus pruebas al buen tun-tún consiga equilibrar la balanza u obtener jarabe, pero sin ser por ello capaz de explicarlo y reproducirlo. De la misma forma, enfrentado a una posición de ajedrez, se centrará en lo más evidente, el último movimiento del contrario y las amenazas directas que crea, y no tendrá en cuenta todas las posibles transformaciones del tablero. Su capacidad de cálculo es limitada porque no está des-centrada de los estímulos inmediatos.

Lo normal es que el adolescente alcance de lleno el periodo de las operaciones formales hacia los 13-14 años, siendo el periodo entre los 11 y los 13 años una fase de desequilibrio y transición, en la que la “inteligencia” innata pugna por “acomodar” en nuevos esquemas las realidades percibidas. En este sentido, el trabajo de investigación de Johan Christiaen ha elegido el momento óptimo en el que podría constatarse el beneficio de la instrucción en ajedrez en el desarrollo del pensamiento hipotético-deductivo. Haberlo planteado a una edad más temprana hubiera sido prematuro para una mayoría de chicos. Por cierto, se excluyó a las niñas del estudio por no saber «cómo enseñar ajedrez a las niñas». (With respect to sex, preference was given to boys, as less experience was available in giving chess instruction to girls, pag. 24)

Hemos definido el pensamiento hipotético deductivo como aquel capaz de incluir en sus operaciones mentales no solo aquellas que son reales o actuales, sino también las hipotéticas. Es en este sentido en el que el estudio de Johan Chrisitiaen compara toda actividad mental cognoscitiva, verse sobre lo que verse, balanzas, líquidos o ajedrez. Pero en este sentido nos surge un primer reparo: ¿son comparables entre sí las operaciones mentales que resuelven un problema de ajedrez, con las que resuelven el problema de la balanza o el problema de los líquidos? Veamos de qué naturaleza son las operaciones involucradas en cada problema.

En la resolución exitosa del problema de los líquidos, los niños toman en consideración todas las combinaciones posibles de n x n, con g como constante u operador que nos da el resultado, lo que hace 15 combinaciones sin contar la nula (ningún líquido de ningún frasco). De esta forma, se llega a la conclusión exacta de que todas las combinaciones con g en la que están presentes los líquidos 1 y 3, producen jarabe amarillo (1+3 y 1+2+3), salvo la 1+2+3+4, por la acción decolorante del tiosulfato (4). En términos de lógica formal, el niño ha utilizado el esquema del látice: para un grupo de cuatro proposiciones (los cuatro líquidos, por ejemplo) todas las combinaciones posibles de verdad-falsedad de esas cuatro proposiciones. Por ejemplo, 1+3 se expresaría lógicamente como «1 presente, 2 ausente, 3 presente, 4 ausente». Obviamente, el niño no tiene por qué saber lo que es un látice para someter a prueba todas las hipótesis posibles, como no tiene por qué saber gramática para hablar de manera gramaticalmente correcta.

El problema de la balanza también lleva a una toma en consideración de las combinaciones de pesos y distancias. No obstante aquí la estrategia de comprobar todas las operaciones posibles, mucho más numerosas que en el caso del test de los líquidos, sólo resultan exitosas cuando el niño o adolescente descubre la relación inversa entre el peso y la distancia. Una comprensión cualitativa que, a partir de este momento, dirige las pruebas para establecer las distintas formas de equilibración cuantitativa sumando/restando pesos, o acortando/alargando las distancias.

Estas formas de equilibración son comunes a otros problemas físicos (por ejemplo, vasos comunicantes) y tiene su expresión lógica formal en el grupo de operaciones INRC: Identidad (añadir un peso), Negación (quitar un peso), Reciprocidad (peso igual a distancia igual) y Correlación (peso mayor/menor a distancia menor/mayor>).  De nuevo hay que recalcar que el niño no tiene por qué saber lo que es un grupo INRC, aunque utilice sus operaciones en la comprensión de los estados de equilibrio de distintos fenómenos físicos o no físicos.

¿Qué correlación puede haber entre los tres problemas -ajedrez, balanza y líquidos- más allá del hecho de que involucren la capacidad de operar mentalmente con hipótesis? Es perfectamente posible que un niño a una edad concreta sea capaz de resolver cualquiera de esos tres problemas y no sea capaz de resolver cualquiera de los otros, si carece de los esquemas operativos pertinentes, aunque tenga la capacidad de pensar hipotéticamente. Es decir, no hay razón para suponer que resolver exitosamente el problema de los líquidos va a permitir resolver exitosamente el problema de la balanza. En este sentido, ¿puede el ajedrez facilitar experiencias que ayuden a la adquisición de los esquemas lógicos subyacentes al problema de la balanza y al problema de los líquidos? La investigación de Johan Christiaen no encontró relación entre la instrucción en ajedrez y la prueba de la balanza, pero sí encontró alguna correlación positiva entre la instrucción en ajedrez y la resolución exitosa del test de los líquidos. En mi opinión, esta diferencia de resultados entre una y otra prueba tiene que ver con la específica naturaleza del pensamiento ajedrecístico.

La naturaleza lógica del ajedrez y el papel del pensamiento hipotético deductivo en el ajedrez.

El ajedrez no es un juego de matemáticas ni de lógica formal. Obsérvese que, aunque encontremos libros muy entretenidos sobre curiosidades matemáticas del ajedrez, serán muy pocos los artículos de ajedrez que resuelvan matemáticamente o lógicamente posiciones de ajedrez: básicamente, solo en determinados análisis de finales con muy pocas piezas, en los que predominarán temas como la oposición de reyes o el zugzwang, nos podremos encontrar con esquemas de Reciprocidad o de Correlación. Precisamente el encanto de los finales y por qué enamoran a cierto tipo de jugadores, reside en su naturaleza exacta, en tanto que el resto de fases del juego, singularmente la apertura y en gran medida también el medio juego, están caracterizados por la incertidumbre de las soluciones. La frase de Karpov El ajedrez está más cerca de las Matemáticas que cualquier otra cienciaes sencillamente falsa.

Lo que tienen en común los dos problemas de la balanza y los líquidos es que requieren para su resolución una exploración sistemática mediante operaciones mentales del espacio de lo posible. Y en ese sentido sí que, a ojos del lego, coinciden con el ajedrez. Esta era la hipótesis concreta de Johan Christiaen, que no tuvo en cuenta la distinta naturaleza de las operaciones en cada caso, por lo que no pudo prever que la correlación no fuera la misma con la prueba de la balanza que con el test de los líquidos.

Ni el ajedrez es un juego de lógica, más que residualmente, ni tampoco es cierto que el ajedrez sea el territorio por excelencia del pensamiento hipotético deductivo.  Ya desde el famoso artículo de Claude Shannon en 1949 (Programming a Computer for Playing Chess) quedó claro que el ajedrez es un juego irresoluble, incluso y todavía hoy para las máquinas. El único éxito de las computadoras en estos 80 años ha sido derrotar al ser humano, nada más y nada menos. Pero ninguna computadora ha presentado la partida perfecta, el juego perfecto que resuelve el problema del ajedrez: juegan blancas y…

Para el ser humano, y también para la máquina todavía, el ajedrez es un juego de conjeturas, en feliz expresión creo que de Magnus Carlsen. En rigor, solo se podrían admitir como cálculo exacto, desde el punto de vista de agotar el juego, aquellas maniobras o tácticas que en una determinada posición llegan a una conclusión del juego forzada e irreversible: el mate o las tablas por ahogado o por insuficiencia de material. Es decir, muy pocas situaciones, y ni siquiera se dan en una mayoría de partidas no-tablas, en las que el perdedor resigna simplemente ¡por una conjetura que considera irrebatible!

Rebajando nuestra escala de rigor, podríamos aceptar también como “cálculo exacto” aquellas tácticas forzadas que producen un importante desequilibrio de material, del orden de una pieza menor o más. Son posiciones en las que un gran maestro o un jugador fuerte abandonará ante otro rival de fuerza similar, pero que un jugador de fuerza mediana quizás no pueda transformar en victoria frente a una computadora. A efectos prácticos, incluso podríamos añadir al “cálculo exacto” aquellas maniobras tácticas que consiguen de manera forzada un objetivo no resolutivo del juego, como una mejora posicional o una reubicación de piezas, sin entrar a valorar si la conjetura-guía, la supuesta mejora, es o no correcta: simplemente, uno de los jugadores ha conjeturado como beneficiosos un objetivo intermedio y se ha propuesto conseguirlo de una manera imposible de rebatir por su rival.

He subrayado la expresión “de manera forzada” en varias ocasiones porque muchas de las maniobras que se realizan en el transcurso de una partida, incluso algunas que ganan material o conducen al mate, no están apoyadas en un cálculo exacto sino en una conjetura o plausibilidad de réplicas del contrario. En ello tiene que ver en algunos casos la picardía del jugador, pero en otros muchos, la mayoría, que los patrones o esquemas de juego ocupan el lugar del razonamiento riguroso. Es decir, la Pericia.

En el ajedrez, la mayor oposición entre conjetura y cálculo exacto es la que se da entre la apertura y el final. El final es en gran medida el terreno de la comprensión lógica y del cálculo exacto. La apertura es por su naturaleza el terreno de la conjetura (centro, desarrollo, seguridad del rey, cosas así), que se apoya fortísimamente en la experiencia-expertise-pericia en el caso de jugadores avanzados, y en muchos otros casos en el triste aprendizaje memorístico. Si tuviéramos que enseñar ajedrez para preparar alumnos para superar pruebas de razonamiento hipotético deductivo, enseñaríamos finales, posiblemente táctica, pero nos saltaríamos las aperturas.

La incertidumbre del cálculo es el dominio de la pericia. Que las partidas blitz o bullet de los jugadores expertos sean de tan buena calidad que sirven de modelo a los jugadores que se inician, nos debería alertar de que el ajedrez no es tan exacto y sistemático como la fama que tiene. Y puede ser una explicación de por qué, en el estudio de Joahn Christiaen, ese año y medio de instrucción en ajedrez no produjo un mejor rendimiento en pruebas de razonamiento hipotético deductivo. Desconozco cómo fue la enseñanza impartida durante ese año y medio. No he podido localizar el Jeugd Schaak (Ajedrez para Jóvenes) de B. Withuis, pero el manual es holandés y hacia treinta años que el también holandés Adrian de Groot había publicado ya sus primeras investigaciones sobre el papel de los patrones visuales en ajedrez. Hoy es un lugar común enseñar patrones de todo tipo a los niños. Por ejemplo, se les presenta un motivo táctico como la descubierta y ese día y en días sucesivos realizan decenas de ejercicios sobre la descubierta. Desde un punto de vista deportivo, los resultados son muy rápidos, pero ¿qué ocurre con los procesos mentales? Si la pericia es la herramienta que nos permite dominar la incertidumbre, si los patrones nos permiten resolver situaciones tácticas casi sin pensar, ¿no es también un mal sustituto del esfuerzo mental, de ése “lo que se hace cuando no se sabe”, que es la definición de inteligencia?

Quizás ésta última reflexión no sea aplicable a un reducido número de adolescentes y jóvenes que destacan compitiendo duramente sobre los tableros reales, enfrentando continuamente el dilema de hasta cuándo y cuánto deben confiar en su intuición, en su pericia, y desde cuándo y cuánto deben entregarse al agónico cálculo exacto de variantes. Posiblemente éste es el auténtico campo de batalla del ajedrez, encontrar en cada momento el equilibrio justo entre la intuición (la pericia) y el cálculo exacto. ¿Pero podemos decir lo mismo de esa multitud de adictos al blitz que juegan miles de partidas al año en las plataformas online? El ajedrez, además de un paradigma de la mente cognitiva, es también una adicción. Pero ése es otro tema.

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Ajedrez: la memoria de la inteligencia

Los estudios psicológicos sobre el ajedrez arrancaron hace siglo y medio casi (Alfred Binet, 1893), cuando la psicología tenía complejo de no estar a la altura de las ciencias naturales en cuanto a rigor científico. Así que la psicología ha padecido, y padece todavía, el ansia de medir y cuantificar cualquier cosa que sea el objeto de su conocimiento. El ajedrez parecía un ámbito de investigación ideal para este afán de medir lo que se quiere conocer. Por un lado, tenía el aura de sus casi ilimitadas exigencias mentales. Por otro, es un juego muy acotado a un tablero de 64 casillas, 32 piezas y unas reglas muy simples para conseguir un único objetivo: dar mate al rey contrario. Un juego nada ambiguo, sin azar, y con un gran número de practicantes claramente jerarquizados en niveles de habilidad a los que se puede someter a un sinnúmero de pruebas. Pruebas para medir… ¿lo qué?

Durante los primeros decenios, las investigaciones psicológicas se marcaron como objetivo encontrar el factor “ajedrez”: qué capacidad extraordinaria distinguía a los jugadores que alcanzaban una maestría en el juego. Binet se obcecó sin éxito en la memoria visual, deslumbrado por las exhibiciones circenses de juego a ciegas. Para su decepción, constató que los jugadores de ajedrez son buenos en recordar posiciones de ajedrez -¡faltaría más!-, pero su memoria visual es similar a la gente común.

En 1925 tres investigadores rusos, Djakow, Petrowski y Rudik, aprovecharon la concurrencia de los mejores jugadores de la época a un torneo en Moscú (Lasker, Capablanca, Bogoljubow, Marshall, Tartakower, Carlos Torre, Reti, Gruenfeld, Spielmann, Rubinstein, Levenfish…) para abrumarlos con una batería de tests psicométricos de todo tipo, con un resultado decepcionante: los grandes jugadores de ajedrez no estaban más, ni mejor, ni especialmente dotados en relación a un grupo de control de no jugadores a los que se habían aplicado los mismos tests. Pero el resultado de aquel trabajo, un impresionante libro publicado en ruso y alemán, impresionante sobre todo por su título en alemán, Psychologie des Schachspiels, influyó sin duda en el joven Adrian de Groot, brillante jugador holandés que al final de la década de 1930 terminaba sus estudios de psicología y planeaba su tesis doctoral sobre el juego que le apasionaba.

Adrian de Groot era un excelente jugador de ajedrez que desde el principio acotó el ámbito de su investigación con mucho más tino que sus predecesores. En primera instancia se centró en los procesos que hacían posible a un jugador elegir un movimiento. Adrian de Groot tenía la presunción, tan común entonces como hoy en día, de que los grandes maestros, en relación a los meros aficionados y expertos, calculaban más posiciones e investigaban con más profundidad a través de secuencias más largas de movimientos. Como los psicólogos rusos del Torneo de Moscú, tuvo una oportunidad ideal para desplegar sus investigaciones en el Torneo de AVRO (una cadena de emisoras de radio) que en 1938 reunió en Amsterdam y otras ciudades holandesas en un evento itinerante a los 8 mejores jugadores del momento, entre ellos cuatro campeones mundiales: Capablanca, Alekhine, Botvinnik, Euwe.

La primera presunción de Adrian de Groot no se confirmó en absoluto: a pesar de que los grandes maestros elegían sistemáticamente los mejores movimientos, sus cálculos no eran más profundos ni más amplios que el de los aficionados y el de los expertos. Más aún, a los grandes maestros les bastaban segundos para comprender la posición mejor de lo que un jugador experto podía conseguir tras muchos minutos de reflexión. Todo ello cuantificado, medido con el registro minucioso de su proceso de pensamiento: los jugadores deberían pensar en voz alta, como el más didáctico de nuestros youtubers ajedrecistas, y la transcripción de sus palabras servía para tomar nota después del número de movimientos base considerado (los movimientos “candidatos”, según expresión acuñada muchos decenios después por Alexandr Kotov) y la profundidad de cálculo de cada línea. Este experimento se ha replicado varias veces años después con mejores técnicas de registro (magnetofón en lugar de transcripción en vivo, medición de movimientos oculares y desplazamientos de la vista sobre el tablero…), con similares resultados: los grandes maestros no calculan más ni más profundo que los jugadores normales.

Después de este primer resultado decepcionante, Adrian de Groot tuvo la fortuna de disponer de una segunda oportunidad tras la terminación del torneo AVRO: los mismos participantes y otros muchos jugadores de ajedrez se embarcaron en un steamer para cruzar el Atlántico y participar en la Olimpiada de Buenos Aires de 1939. Los dos Adrian de Groot, el jugador de ajedrez y el psicólogo investigador, subieron también a bordo con el mismo billete y entretuvieron al pasaje durante tan largo viaje con otras pruebas psicológicas cargadas esta vez de una intención novedosa. De nuevo, esta segunda batería de pruebas ha sido replicada y mejorada varias veces en las siguientes décadas por otros investigadores y las conclusiones se mantienen.

La base de las pruebas de esta segunda aproximación consistía en mostrar al sujeto una posición sobre el tablero y pedirle a continuación que la reconstruyera sobre otro tablero y/o que explicitara en voz alta qué estaba pensando mientras realizaba la tarea. Y se manifestó que cuanto más fuerte era el jugador, más se alejaba su visión de una mera agregación de piezas sueltas colocadas sobre determinadas coordenadas del tablero, y más se acercaba, mucho más, a un mapa de amenazas, defensas, posibles movimientos y/o secuencias de movimientos. El espacio del tablero se llenaba con un complejo grafo de las posibilidades dinámicas de las piezas, y éstas se veían, a ojos del maestro, agrupadas por sus relaciones mutuas.

Adrian de Groot sugirió que cuanto más experto era el jugador, más se apoyaba su comprensión de lo que veía sobre el tablero en su familiarización con posiciones semejantes o parecidas que le dotaban de esquemas anticipatorios de juego.

La lata se había abierto y muchos otros han continuado y completado la tarea de Adrian de Groot. Singularmente, Herbert A. Simon (Premio Nobel) y Fernand Gobet, del cual ya hemos hablado en el artículo anterior Beneficios educativos de la instrucción en ajedrez: una revisión crítica (Gobet y Campitelli, 2006)

La infinitud del juego.

El ajedrez es un juego casi infinito. Pero a pesar de que son ciertas todas sus cifras más alucinantes, no es un juego infinitamente indeterminado. Sería impracticable, por absurdo y caótico, si no fuera susceptible de ser domesticado por la mente humana. O mejor dicho: puede ser domesticado por la mente humana porque no es absurdo ni caótico, sino que está lleno de regularidades.

Aunque la posición inicial de una partida de ajedrez intimida con sus 32 piezas, en realidad sólo hay seis clases diferentes, cada una de las cuales se mueve en el tablero con una combinación de dos movimientos básicos: movimiento recto (horizontal o vertical) y movimiento diagonal. Aún así, si las mezcláramos caóticamente en el tablero para generar una posición aleatoria de inicio, nos abrumaría.

La posición inicial tiene mucho sentido e introduce muchas restricciones al juego. No sabemos cómo se llegó a ella, cómo se inventó el juego. Una posibilidad es que, en sus orígenes en la antigua India, derivara de los muchos juegos “de carrera” que se jugaban con dados sobre una superficie escaqueada. Una especie de parchís para jugar al “como si” de la guerra. Una vez despojado del azar, el ajedrez se convirtió en el juego de la mente por excelencia.

El ajedrez y ese juego de carreras llamado chaturanga aparecen en agudo contraste en el Panchadandachattraprabandfia, una versión jaina de los cuentos del rey Vikramaditya. En una de sus historias, el Rey tiene la tarea de derrotar tres veces en el juego a la hija de una mujer sabia. El Rey le ofrece una panoplia de juegos para elegir el arma con la que batirse, y ella prefiere no arriesgar su reputación con ninguno que dependa del azar de los dados.

  • El rey dijo: ‘¿Qué juego vas a jugar? ‘
  • Ella respondió: ‘¿Acaso tienen algún valor cualquiera de los otros juegos, ramdhika, nala, chashi, lahalyd, chaturanga, pasika, etc… ? Jugaremos al juego intelectual (buddhidyula).’
  • ‘Como quieras’, dijo el rey.

El rey mandó traer un tablero; las piezas estaban dispuestas en ambos lados: Príncipe, Consejero, Elefantes, Caballos, Infantería y Exploradores. Comenzaron paso a paso a jugar los movimientos…

(H. J. Murray, A History of Chess, pág. 63)

No es casual que la difusión del juego intelectual, por oposición a los otros que se jugaban con dados, vaya en este ejemplo concreto de la mano de una corriente religiosa, el jainismo, que no adora a ningún dios sino que promueve el esfuerzo propio para vencer a los enemigos interiores. Este tipo de corrientes filosófico-religiosas más abstractas, como el budismo, contribuyeron decisivamente en sus orígenes a la expansión del ajedrez-juego intelectual en detrimento de los juegos de dados.

En la posición inicial los dos bandos están desconectados. Hay dos filas vacías entre ellos y los peones, de movilidad muy limitada e irreversible (no pueden retroceder), son muros que defienden, pero al mismo tiempo impiden el contacto de las piezas de largo alcance, como damas, torres y alfiles. Los dos jugadores se enfrentan al mismo problema: cómo desarrollar el potencial de sus piezas, abrirles paso entre la falange de sus peones y la falange de los peones contrarios, al mismo tiempo que estorban el desarrollo del rival. Y aunque el árbol de juego crezca exponencialmente según los cálculos matemáticos al uso, en realidad son muchas menos las jugadas útiles. Un jugador experto puede deducir hasta cierto punto, contemplando una posición de medio juego, con qué movimientos se empezó la partida. El ajedrez no es incalculable. Solo hay que saber.

Pero aún así es un reto abrumador para el jugador que se enfrente a él con el mero conocimiento de las reglas y unos consejos generales de estrategia. Si a este jugador novato lo enfrentáramos al experto en condiciones de tiempo limitadas, digamos un minuto para toda la partida, pero con la ventaja para el no experto de no tener ningún límite de tiempo, el experto barrería del tablero a su oponente o se moriría de aburrimiento esperando a que su rival, perdido en infinitos cálculos, moviera por fin.

El experto dispone de lo que Adrian de Groot llamaba un arsenal de esquemas anticipatorios.

Cómo se enseña ajedrez a los niños.

Cada año centenares de miles de niños son iniciados en todo el mundo en el juego de la mente. En pequeños grupos dirigidos por un adulto, primero respiran los tópicos del ajedrez: el reto de calcular lo incalculable; la magia de las piezas que representan un ejército arquetípico. Como el flautista de Hammelin, el monitor los conduce por las filas, columnas y diagonales del tablero. No le resulta difícil, pues nuestra cultura, a diferencia de la naturaleza curva, está llena de esos motivos geométricos. Pero hay que ejercitar la mano y el ojo para realizar los desplazamientos. La torre es fácil, el alfil a veces descarrila de su diagonal.

El monitor sabe que el movimiento más difícil de aprender es el del caballo. El niño, situado ante el tablero y la pieza más bonita, duda cuando le piden que realice su primer movimiento con el caballo. Ve el caballo, ve las casillas claras y oscuras a su alrededor, pero no ve a dónde puede mover el caballo.

El caballo está desorientado, el niño está perdido, a pesar de que el monitor le habrá dado una explicación aparentemente simple.

Le habrá dicho que el caballo mueve en forma de L, de “ele”. O que mueve dos casillas en dirección horizontal o vertical y después una casilla más en ángulo recto. O que mueve una casilla recto y otra casilla en oblicuo. Que en cada movimiento cambia el color de la casilla en la que se sitúa el caballo. El monitor habrá hecho movimientos de demostración sobre el tablero mural. O con la ayuda del ordenador habrá dibujado gráficos como éstos:

 

Pero el niño todavía vacila. Entonces el monitor propone un juego: el caballo es Pulgarcito. Va a internarse en el bosque, pero debe dejar una señal sobre cada uno de sus pasos para poder encontrar el camino de vuelta. Solo hay una regla: no se puede pisar la misma casilla dos veces. A ver quién es capaz de recorrer más casillas con el caballo, salto a salto. Y los niños, titubeantes, mueven el caballo dibujando la L sobre el tablero con el dedo guiando a la vista y dejando un garbanzo sobre la casilla que han abandonado. Al cabo de un rato han trazado sobre el tablero una trayectoria de muchas, muchas casillas.

Esa noche, en duermevela, verán los saltos del caballo. Alguno de ellos empezará a ver las trayectorias recta-y-oblicua sobre los azulejos de la cocina, o sobre las baldosas del piso. Han construido un patrón, una representación mental de un espacio visual. No es una memoria eidética, sino operativa, de transformaciones en el espacio. Las alucinaciones de Beth Harmon son, en la realidad de los sueños ajedrecistas, menos cinematográficas.

En la didáctica del ajedrez, este tipo de patrones y otros más sofisticados se trabaja y se construye sistemáticamente para representar operaciones típicas de mate simple con piezas y rey (el mate del pasillo, el beso de la muerte), o combinaciones tácticas de primer nivel (clavada, ataque doble, descubierta…), o modelos de ataque al enroque (el “presente griego”, distintos patrones de sacrificio y demolición de defensas del enroque).

Un patrón muy conocido con nombre propio: fianchetto. Puede ir o no acompañado de un caballo en h6 y es reversible en espejo, para representarlo con las piezas blancas en las filas 1, 2 y 3

Y más allá de la enseñanza dirigida está, con mucho, lo que no se aprende metódicamente de la mano del monitor o del libro de ajedrez, sino que es aprendizaje inconsciente como resultado de la práctica del juego. Y al mismo tiempo que el número de patrones crece sin parar, hay una reelaboración de la mente por medio de la abstracción y la generalización, que combina los patrones para formar esquemas o plantillas. Algunas de ellas son tan importantes para el juego que dan lugar a las teorizaciones estratégicas -debilidad de color, peón aislado/retrasado, ataque de minorías…- que nutren de contenido muchos de los libros de ajedrez. Todo ello se almacena y representa en la memoria del jugador de ajedrez como un contenido espacial -en el tablero- asociado con propiedades y posibles operaciones y planes.

Pero no se piense que puede acortarse el aprendizaje del ajedrez saltándose la práctica y leyendo cuanto han escrito los grandes teóricos del ajedrez, desde Nimzowitsch, Lasker y Capablanca hasta la actualidad. Hay una diferencia sutil, pero decisiva, entre entender un concepto abstracto y saber cómo tratarlo cuando aparece en mitad de la partida o en mitad de nuestros cálculos sobre posibles transformaciones de la posición. Pues las abstracciones en ajedrez, como sus hermanos más pequeños, los patrones, arrastran una serie de propiedades -fortalezas y debilidades, amenazas y oportunidades- que aunque se expliciten en su definición, no son útiles si no están sustentadas en recuerdos felices o dolorosos de cómo lidiaste en el pasado con la situación en el tablero, o al menos en el análisis de otras partidas. No son mero conocimiento, son conocimiento operativo. El ajedrez es un juego de estrategia, de planes, que se ejecutan por procedimientos tácticos ¡porque el rival también juega!

Con esta última reflexión entramos en el terreno de lo que la psicología cognitiva del ajedrez puede aportar al entrenamiento del jugador de torneo. A este respecto, hay un muy interesante documento de Fernand Gobet y Peter J. Jansen, Training in chess: A scientific approach, cuyo contenido se extracta en las páginas 94-99 de la obra ya citada The Psychology of Chess.

Patrones y esquemas: qué son, cómo funcionan.

Patrones y esquemas son recuerdos, memoria de un determinado tipo, de la misma manera que tenemos en nuestra memoria recuerdos de muchos otros tipos: de sentimientos, de afectos, de aversiones conscientes o inconscientes, planos de calles por donde transitamos, el mapa mental de nuestra casa, relatos de familia que definen los roles de nuestros padres y hermanos… De la misma manera que un piloto de Fórmula Uno ha construido su sistema nervioso desde su infancia en los karts para detectar aceleraciones y deceleraciones, subvirajes y sobrevirajes, calcular trayectorias y atender estímulos visuales y sonoros de su entorno, a los lados, detrás. Todo es memoria.

En el caso del ajedrez, diríamos que es memoria de utilidad cognitiva. No es que el ajedrecista juegue de memoria. No nos detendremos a explicar a qué clase de desastres, a veces cómicos, conducen los intentos de jugar una parte de la partida, la apertura o el final, memorizando mecánicamente secuencias de movimientos. No, el jugador de ajedrez se enfrenta siempre, jugada tras jugada, a una posición concreta que debe evaluar y decidir. El repositorio adquirido de patrones y esquemas viene en su ayuda instantáneamente, sin él pedirlo, de la misma manera que el piloto de Fórmula Uno interpreta el feedback de su vehículo instantáneamente a la luz de su experiencia. Es como cuando vemos un objeto en la acera a diez pasos de nosotros. ¿Qué será? ¿Una mascarilla sanitaria? ¿Un pañuelo de tela, de papel? ¿Una bolsa de plástico? No sacamos un cuestionario para marcar sus propiedades y reflexionar una conclusión sobre qué clase de objetos nos espera por delante. De pronto, lo sabemos. En ese sentido, el ajedrecista juega de memoria, como todas las personas en todos los instantes de nuestro día a día recurrimos a distintos patrones y esquemas. Perder la memoria es perder la capacidad de conocer, perderse por completo.

El ajedrecista calcula con la memoria a largo plazo. Creíamos, se creía que el jugador mira la posición en el tablero y empieza a barajar posibilidades de movimientos a profundidad variable y posiciones resultantes. No es así. El jugador, cuando mira la posición en el tablero, genera posibilidades a partir de recuerdos que ni siquiera tienen que ser conscientes, aunque pueden serlo. Al profundizar en su exploración, valora y retiene las posiciones intermedias con mucha facilidad porque le resultan conocidas. Si no le resultaran familiares, su exploración no podría ser ni muy profunda ni muy ancha, puesto que la memoria de trabajo a corto plazo, la que utilizamos para retener un número de varios dígitos o para encadenar unos cálculos aritméticos, es tan pequeña que no puede almacenar simultáneamente más de media docena de ítems, y tan volátil que se pierde en unos pocos segundos. En cambio, reutilizando los contenidos de la memoria a largo plazo, se pueden mantener en la mente durante más tiempo más y mejores contenidos intermedios. Eso lo saben intuitivamente los jugadores de ajedrez, que muchas veces eligen la apertura de una partida concreta en función de lo que saben de su contrincante, buscando posiciones no familiares para su rival y cómodas-conocidas para él mismo.

La Pericia esconde la Inteligencia.

Al cabo de más de cien años de investigación sobre el pensamiento ajedrecista, la psicología que ahora se llama cognitiva no pretende atrapar en el ajedrez la manifestación de esa facultad que llamamos inteligencia. En su lugar utiliza otro término para referirse al objeto de su investigación: expertise. Una palabra inglesa cuya mejor traducción al castellano sería pericia. La pericia no excluye la inteligencia, pero la tapa con un componente fundamental: el papel de la memoria, de la experiencia, de la práctica deliberada para alcanzar el dominio de un campo de conocimiento, en este caso el ajedrez, creando un repositorio de patrones y esquemas en la memoria a largo plazo capaces de dar sentido a lo que percibimos.

Es incalculable el número de patrones y esquemas, de representaciones espaciales de transformaciones operativas, de maniobras tácticas y planes estratégicos que constituyen el “repositorio” de un ajedrecista experto. La psicología cognitiva ha hecho una estimación del orden de 50.000 patrones y esquemas, quizás solo para compararlo con el volumen del léxico que maneja un hablante competente de una lengua. Y ha estimado también que construir ese léxico requiere cuando menos 10.000 horas o diez años de práctica. Cifras muy repetidas: 50.000, 10.000, 10… Que no nos engañen las cifras y su apariencia de verdad o exactitud. Son muchísimas horas, sin duda. Y diez años sí, es el promedio que tarda un niño bien dotado que se inicia en el ajedrez en alcanzar la cima de su competencia, en construir su léxico de esquemas anticipatorios adivinados por Adrian de Groot. Es un proceso similar al que lleva a preparar y formar un experto en cualquier otra rama del conocimiento.

Si se trata de pericia, de “expertise”, ¿dónde está la inteligencia? En el ajedrez, y en otros muchos ámbitos, incluso en los propios tests psicométricos que miden el pretendido CI, la inteligencia se esconde siempre detrás de la experiencia, de la pericia o de la formación escolar. Como decía Piaget:

L’intelligence ce n’est pas ce que l’on sait, mais ce que l’on fait quand on ne sait pas

Es decir, la inteligencia no es lo que se sabe, sino lo que se hace cuando no se sabe. La conducta inteligente es una función en la que un operador, la inteligencia, transforma en la mente la realidad percibida aplicándole los patrones y esquemas de la memoria. Sin Memoria, el operador Inteligencia no funciona, no se manifiesta y por tanto no se puede atrapar. Como la gasolina y el motor de explosión.

Pero de ahí no deberíamos concluir que la memoria es una variable independiente de la inteligencia, a la que condiciona. Todo lo contrario. A diferencia del motor de explosión, que no crea su combustible, es la inteligencia la que da sentido a la experiencia y la convierte en un recuerdo operativo reutilizable. El niño no aprendería el movimiento de las piezas si no fuera capaz de entenderlos y asimilarlos como patrones de movimiento: retiene la “espada láser”, ese poder que desprende la torre a través de filas y columnas, porque ha comprendido su función de bloquear el paso al rey contrario, ha interiorizado la operación. En este sentido, podría decirse que tanto la amplitud como la calidad de los patrones y esquemas a disposición de un jugador de ajedrez al cabo de un periodo dado de práctica y formación, dependen de su inteligencia innata, pero potenciados o disminuidos por factores ambientales como la motivación social, el acceso a recursos formativos y las posibilidades de una práctica competitiva de calidad.

La Inteligencia crea la Memoria, la Pericia que necesita.

¿Existe transferencia entre distintas Pericias?

Debajo del importante debate sobre si hay o no beneficios educativos en la instrucción en ajedrez, subyace la cuestión de fondo de la transferencia. En su documento Beneficios educativos de la instrucción en ajedrez: una revisión crítica, Fernand Gobet resume las tres respuestas conocidas acerca de la pregunta clave que reproduzco aquí literalmente:

¿Puede un conjunto de habilidades adquiridas en un dominio específico (en nuestro caso, el ajedrez) generalizarse a otros dominios (p. ej., matemáticas, lectura) o a habilidades generales (p. ej., razonamiento, memoria? )?

La 1ª respuesta, que llamaremos tradicional, ha admitido durante siglos que estudiar materias como latín o geometría entrenaría la mente y la prepararía para enfrentarse a otros temas. Seguramente los que hemos estudiado latín en nuestra infancia hemos oído ese argumento a nuestros profesores y podríamos dar nuestra opinión al respecto. Y es indudable que para algunos el latín fue un lastre, un absoluto aburrimiento cuando no una pesadilla de la que había que examinarse. Y para otros en cambio fue un aliciente, una especie de reto que ponía a prueba nuestra capacidad de descifrar un mensaje ¡nada menos que del propio César!, ayudados por un diccionario y una gramática.

La 2ª respuesta, propia de los tiempos modernos, solo admite la transferencia de un dominio a otro en la medida en que compartan “elementos cognitivos”. Por ejemplo, entre geometría y matemáticas, pero no entre geometría e historia. Probablemente lo que subyace debajo de esta segunda respuesta es el inmenso cambio educativo del último siglo, la aculturación masiva que ha dejado atrás el analfabetismo y ha creado masas humanas técnicamente preparadas e hiperespecializadas. Si en el pasado cualquier actividad intelectual, ¡hasta aprender latín!, podía ser más enriquecedora para la persona que el habitual y duro trabajo físico en los campos, las minas o las fábricas, en nuestros tiempos el coste de aprender latín, una lengua “muerta”, es insoportablemente gravoso para el curriculum del trabajador cognitivo de hoy en día, abrumado ya de por sí por la necesidad de aprender otros muchos idiomas que están muy vivos, y otros muchos conocimientos prácticos también. Hasta los trabajos menos especializados requieren ya una considerable cantidad de formación, dada la penetración de las nuevas tecnologías y la innovación organizativa en todos los sectores productivos. No hay tiempo y ya hay demasiados costes formativos con la obsolescencia tecnológica, que deja sin valor años de estudio y formación obligando a un reciclaje constante. Como para perder el tiempo aprendiendo una lengua “muerta”.

La 3ª respuesta se fija en la inteligencia pura como capacidad transferible. Efectivamente, detrás de toda pericia adquirida hay una inteligencia que ha permitido asimilar contenidos e incluso crearlos. Pero al mismo tiempo, dice Gobet para nuestra sorpresa: “Sin embargo, estas habilidades básicas también se consideran innatas y, por lo tanto, no susceptibles de mejora a través de la práctica”. ¿Realmente es así? La inteligencia innata, sin ser negada de plano, es justamente lo contrario de lo que preconiza la 1ª respuesta, para la cual toda actividad intelectual “entrenaba la mente”. ¿Y acaso no es así?

Es difícil moverse entre las tres respuestas sin romper el malentendido entre Pericia e Inteligencia. Es obvio que los elementos de memoria (la experiencia) adquirida con una determinada Pericia solo serán transmisibles de un dominio a otro si comparten “elementos cognitivos”. Pero como nos han enseñado Adrian de Groot, Fernand Gobet y otros muchos psicólogos cognitivos, los “elementos coginitivos” son los contenidos de la experiencia almacenados en la memoria tras ser elaborados por la inteligencia. No son la inteligencia, sino su producto, su aplicación a un determinado campo de experiencia. En este sentido, parece muy razonable que la transferencia dependa de la contigüidad o semejanza de los “elementos cognitivos”, por lo que cuanto más especializada sea una pericia, más alejada estará de otras pericias.

Pero repugna al sentido común pensar que el esfuerzo cognitivo necesario para adquirir una determinada pericia es baldío e intransferible. La psicología cognitiva que estudia el ajedrez esconde la inteligencia detrás de la pericia. Así que la psicología cognitiva no se atreve a pronunciarse sobre si la inteligencia es o no es innata. Se limita a hablar de oídas.

La mejor comprensión de lo que es la inteligencia procede de Piaget: capacidad de los seres vivos para mantener una constante adaptación de sus esquemas al entorno que los rodea. Inteligencia, en el ser humano, es lo que se desarrolla durante su crecimiento y maduración desde el mismo momento del nacimiento hasta la edad adulta. La pericia sería, en cada momento, el corte diacrónico del producto de esa evolución, un repositorio mental de contenidos.

A la luz de la epistemología genética, hay que preguntarse qué puede aportar el ajedrez al desarrollo cognitivo del niño. El ajedrez es un juego. Nunca pretendió ser algo serio, de provecho. Pero el juego es consustancial al ser humano y no solo en su infancia.

¿Qué diría Piaget acerca del ajedrez en la infancia? Diría que, como juego que es, tiene el potencial de dejar actuar al niño, lo que es un requisito indispensable para el desarrollo de su inteligencia. El ajedrez es un reto que lo obliga, en primer lugar, a anticipar las respuestas del oponente, lo que a los 7 años no es tarea fácil, pues está saliendo de su egocentrismo cognitivo. Es un juego social, en el que se rivaliza pero también se comparte. Y precisamente, como señalaba Vigotsky, la relación social es la más importante de las actividades cognitivas en el ser humano, la más enriquecedora. Y además del paso de este rubicón que es la superación del egocentrismo cognitivo, en los años posteriores el ajedrez se adapta perfectamente al desarrollo infantil desde la etapa de las operaciones concretas hasta el desarrollo del pensamiento formal, es decir, desde los 6-7 años hasta los 14, cubriendo parte de las necesidades de experiencia que favorecen el desarrollo cognitivo.

El ajedrez no va a transferir la inteligencia a ningún niño. El potencial de crecimiento intelectual está en el niño y el ajedrez solo va a servir para provocarlo. Al igual que otras muchas actividades y juegos. Nadie se ha retrasado en su desarrollo intelectual por no haber jugado al ajedrez, pero sí por falta de experiencias en el momento oportuno.

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Beneficios educativos de la instrucción en ajedrez: una revisión crítica (Gobet y Campitelli, 2006)

Hoy la enseñanza del ajedrez es un pequeño pero significativo sector económico que proporciona ingresos a monitores escolares, de club, entrenadores federativos o freelance, youtubers, publicistas, divulgadores, escuelas privadas… Hay mucho y de todo, muy bueno, bueno y menos bueno.

Es comprensible que tanta gente viviendo del ajedrez alimente el discurso de sus bondades educativas y formativas, sea por interés o por convicción o por las dos cosas a la vez. A su cabeza, el periodista y divulgador Leontxo García, quizás el que más voz, rostro y palabras ha puesto en defensa de la causa. Nada que oponer. Al contrario, todas mis simpatías para aquellos que se afanan en la divulgación del ajedrez y de su cultura entre niños, jóvenes y no tan jóvenes. Lamento que mi infancia no hubiera podido disfrutar de ese ambiente ajedrecístico, de tantos clubs, actividades, competiciones, plataformas para jugar online, youtubers, libros electrónicos, bases de datos… El mundo ha cambiado para bien y hoy podemos dedicar mucho de nuestro tiempo, recursos y esfuerzos a tareas como ésta, jugar al ajedrez, que se justifican a sí mismas simplemente por el disfrute que nos proporcionan. Ahora bien, la honestidad intelectual exige desmontar esos autoengaños más o menos interesados y profundizar, a través del juego, en la comprensión de lo que nos hace humanos. No en balde se acuñó hace muchísimos años la expresión homo ludens.

En este sentido es de agradecer el juego limpio de Leontxo Garcia al incluir en su libro Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas (2021) una extensa entrevista de 25 páginas con el “supercrítico” (así le llama) Fernand Gobet. En esa entrevista, preguntado a propósito de los muchos y variados estudios que pretenden demostrar los beneficios del ajedrez para la performance educativa de niños y adolescentes, Fernand Gobet cita su trabajo con Campitelli Educational benefits of chess instruction: A critical review, en el que revisan todos los estudios y materiales conocidos sobre la cuestión , y resume: “… el 90% de estos artículos no tenían ningún tipo de datos. Se trataba de personas diciendo «el ajedrez es fantástico…»… De los diez estudios que quedaban, unos cinco tenían deficiencias… Y luego había otros cinco buenos, pero no se puede sacar conclusiones a partir de cinco artículos. Yo diría que el mejor de ellos sacaba como conclusión que no había ningún efecto positivo del ajedrez sobre el rendimiento académico o el desarrollo de la inteligencia. Lo que sí es cierto es que, cuando se da a los niños actividades a elegir, los más inteligentes eligen el ajedrez, mientras que otros eligen el fútbol u otras actividades.”

Es una pena que esta entrevista de Leontxo García al «supercrítico» Fernando Gobet sea tan peculiar: las preguntas son mucho más largas que las respuestas y el entrevistador, más que indagar, aprovecha su turno para contraargumentar contra el razonado escepticismo de su entrevistado. Pero al menos Leontxo le ha dado al lector un hilo del que tirar. Fernand Gobet es un MI suizo con un rating de 2400 entre 2003 y 2012 (es decir, entre los 61 y 70 años de edad, pues nació en 1942), integrante en varias ocasiones del equipo olímpico suizo. Pero lo más importante de él es que como científico y psicólogo cognitivo, sus trabajos engancharon y continuaron los del holandés Adrian de Groot, pionero y patriarca de la psicología cognitiva aplicada al ajedrez. También colaboró con Herbert A. Simon, Premio Nobel de Economía en 1978, en dilucidar los procesos psicológicos de toma de decisiones utilizando el juego del ajedrez como modelo.

No se extravíen: lean a Fernand Gobet y, si son jugadores de ajedrez, se sorprenderán asintiendo con la cabeza página tras página, asombrados de descubrir en qué consiste esa experiencia vital tan fascinante que es aprender a jugar al ajedrez. Lamentablemente, no hay ninguna publicación suya en castellano, pero si su inglés es regular les resultará suficiente para disfrutar de este pequeño libro divulgativo de 120 páginas: The Psichology of Chess (Fernand Gobet, 2018)

Enlace a Iberlibro, donde se puede adquirir

En cuanto al documento Beneficios educativos de la instrucción en ajedrez: una revisión crítica, éste lo pueden encontrar incluido en la publicación CHESS AND EDUCATION: Selectd Essays from the Koltanowski Conference, páginas 124-143. O bien, por separado en este enlace: https://www.researchgate.net/publication/236883992. Yo les recomiendo la publicación Koltanowski: todo su contenido vale la pena, y el libro es posible adquirirlo de segunda mano en los canales habituales de internet. Koltanowski, por si no les suena, fue un reputado jugador de ajedrez belga emigrado a Estados Unidos y fallecido en 2000, camarada del malogrado Edgar Colle (1897-1932), cuyo sistema de apertura tanto éxito tiene actualmente en los primeros años de formación del ajedrecista gracias, en parte, a la defensa de su legado que hizo el propio Koltanowski.

Para quién no se apañe bien con el inglés o quiera hacerse rápidamente una idea de su contenido, en el siguiente enlace puede descargar una traducción de urgencia: Beneficios educativos de la instrucción en ajedrez (Gobet y Campitelli, 2006)

No lo dude: si está aprendiendo a jugar al ajedrez, si está enseñando a otros a jugar al ajedrez, si es entrenador o preparador de jugadores, si le interesa saber de verdad qué puede aportar el ajedrez en el curriculum formativo, si quiere saber qué le puede enseñar el ajedrez respecto al aprendizaje de cualquier otra disciplina compleja, siga el hilo de Fernand Gobet.

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El incunable de la Reina del Ajedrez

Hace poco llegó a mis ojos la noticia de que había aparecido un libro sobre el libro de Francesc Vicent: “El incunable de la reina del ajedrez”. Su autor, Rafael Martín Artíguez, es una persona muy vinculada al entorno cultural de Segorbe, ciudad de la que es Cronista Oficial. Y Segorbe es la ciudad natal de ese personaje misterioso del ajedrez que es Francesc Vicent, del que se sabe poco más que su lugar de nacimiento y el título del libro que publicó en 1495.

Parecía obligado hacerse con el libro. El de Rafael Martín, ya que el de Francesc Vicent lleva siglos en busca y captura infructuosa. Pero no fue fácil, no.

Uno de los tópicos literarios más socorridos es el de la búsqueda de un libro. A los ingredientes de la trama detectivesca aúna el carácter fetichista de ese objeto reverenciado desde hace miles de años que llamamos libro. Y si además, se trata de ajedrez y de la búsqueda de ese otro libro, el de Francesc Vicent…

Abrevio. Después de intentarlo en varias librerías de Segorbe, al final lo conseguí en la de sugerente nombre “París Valencia”, en Valencia. Una librería que, a pesar de estar montada en la inmediatez del comercio electrónico, no es blitz ni bullet, sino que después de haber confirmado mi pedido y su pronto pago, se tomó sus buenas tres semanas en servírmelo, como si de una partida al viejo estilo, aplazada con jugada secreta, se tratara. Quizás desde París me hubiera llegado antes.

Una vez en mis manos y después de sonreírme ante el colofón que informaba de que ese libro se había acabado de imprimir el 15 de mayo de 2020, en el 525 aniversario de la publicación del “Llibre dels jocs partits dels schachs en nombre de 100”, me descolocó comprobar que se trataba de una novela. ¿Una novela?

Varias horas de lectura después cerraba la última página de un artefacto literario bastante singular. ¿Es una novela? Pues sí y no. Me hizo gracia ese narrador sin nombre en primera persona y sus peripecias tan cómicas que me recordaban al Barón de Münchhausen. Pero a ratos, la obra toma tintes dramáticos y sobrecogedores, de novela histórica en su pleno sentido lukacsiano o manzoniano, como cuando narra la desaparición de los últimos 30 ejemplares del “Llibre dels jocs partits” a manos de una pesquisa inquisitorial que se abate como una plaga bíblica sobre la ciudad de Segorbe. Un buen ingrediente novelesco, pero no desencaminado de lo que realmente ocurrió.

Pero no se escribe una novela, pensaba yo, para argumentar en torno a una identificación histórica, sobre si tal o cual reina inspiró la reforma del juego del ajedrez, que es, al parecer, el leitmotif de la obra. Uno esperaría en este caso un sesudo artículo lleno de citas y consideraciones, pero no que todo eso se intercalara dentro de las aventuras de ese anónimo joven valenciano. Bueno, el libro es el que es y no vas a excluirlo de tu biblioteca porque no se ajuste a tus esquemas preconcebidos. Después de cerrar sus páginas con una sonrisa munchhausiana, ahora toca comentar con total seriedad lo que nos aporta Rafael Martín Artíguez sobre el origen del ajedrez moderno en Segorbe y Valencia a finales del siglo XV.

De entrada, no cabe duda de la excelente documentación y conocimiento que el autor tiene sobre la época, el lugar y el personaje histórico de Francesc Vicent. Nos ha abierto los ojos sobre una figura histórica poco conocida, pero digna de figurar en el catálogo de mujeres inspiradoras de la reina del ajedrez: María de Luna, reina de Aragón. Reina consorte de Martín el Humano, un rey con una buena colección de juegos y libros de ajedrez, a juzgar por un catálogo inventario que se conserva de sus bieneas. María de Luna tuvo un papel decisivo en la preservación de la Corona frente a otros aspirantes, mientras su marido estaba ausente en Sicilia. Sin lugar a dudas, Marilyn Yalom la hubiera incluido en su nómina de «cuentos de la criada» ejemplares.

Porque esta es la tesis de Rafael Martín: la reina del ajedrez a la que se invoca en el poema Scachs d’amor de Fenollar, Castellví y Vinyoles, contemporáneos de Francesc Vicent, no es Isabel I de Castilla, reina extranjera, sino Maria de Luna, reina de Aragón, señora de Segorbe, nacida en Segorbe y enterrada también en Segorbe, como sus tres hijos.

Con esta tesis, Rafael Martín se enfrenta a la interpretación hasta ahora no cuestionada que realiza Jose Antonio Garzón de la estrofa 54 de Scachs d’amor como una referencia a la coronación de Isabel I de Castilla, apoyándose en la referencia a “la espada” como un atributo de la reina, algo que coincidiría con un detalle de la coronación en Segovia de 1474: que Isabel I de Castilla, para asombro de sus contemporáneos, exhibió delante de ella en el cortejo de la coronación la “espada de justicia”, un atributo viril impropio de una mujer que enfadó incluso a su marido Fernando.

La argumentación de Rafael Martín contra esta interpretación no es baladí. En primer lugar, pone en duda que la coronación de Segovia se produjera en esos términos, según los testimonios más directos y cercanos al momento de la ceremonia, atribuyendo la exhibición de la espada a una reconstrucción propagandística posterior. Y aún así, en esta reconstrucción, la reina no empuña la espada, sino que ésta es exhibida delante de ella.

En segundo lugar, cuestiona que “lo pom”, la expresión valenciano-catalana del verso del poema que dice “prenent lo pom, lo ceptr’e la cadira”, deba traducirse por “espada” como hizo en 1913 Ramón Miquel i Planas (¿por qué?). Es cierto que la espada “tiene pomo”, como el tirador de una puerta o la agarradera de una palanca de cambios. Pero no se conocen otros usos literarios de la parte por el todo, del pomo por la espada.

Por el contrario, y éste sería su tercer y más contundente argumento, “lo pom” se utiliza en el ámbito del ceremonial de coronación aragonés para referirse a la bola, coronada a menudo con una cruz, que simboliza el mundo, el orbe, sometido al monarca. Es un atributo que se remonta a los emperadores bizantinos y que fue adoptado explícitamente por los monarcas de la Corona de Aragón. Es el globo cruciger latino, el Reichsapfel alemán. Y muy en particular “lo pom, lo ceptr’e la cadira” fueron explícitamente utilizados en la coronación de Maria de Luna el 23 de abril de 1399 en Zaragoza, como atributos de la dignidad real que recibía como reina consorte de Aragón.

Los argumentos de Rafael Martín no son fáciles de desechar. Es mucho más que plausible suponer que tres miembros de la administración de la Corona de Aragón como eran Fenollar, Vinyoles y Castellví, estuvieran familiarizados justamente con ese ceremonial propio de su país y recurrieran a él en la estrofa 54. Es mucho más plausible que la suposición de Garzón de que pretendieran insertar una alusión a un detalle de la coronación de Isabel I de Castilla de dudosa veracidad y también de dudoso conocimiento por parte de los tres poetas. ¿Qué pretendían los autores?, nos debemos preguntar. Alegorizar la nueva pieza del ajedrez con la reina del mundo real, es la respuesta. ¿Es necesario suponer que los tres poetas tuvieron que elegir entre Isabel I de Castilla, la reina contemporánea pero extranjera, o María de Luna, la reina vernácula desaparecida setenta años antes? No es necesario. Scachs d’amor es un poema alegórico. Se refiere al orden político y social del medievo, en general. Fenollar, Vinyoles y Castellví pudieron tener en mente a ambas reinas como ejemplo de todas las reinas, que es el sentido de su alegoría. Y el ritual aragonés de coronación les valía.

Lo que no impide, y es además plausible, que los autores de Scachs d’amor desearan una identificación entre la nueva Dama que ya jugaba en los tableros y una reina prestigiada del mundo real. Ello facilitaría la difusión y extensión de la nueva modalidad de juego. Es como conseguir que un famoso te grabe un anuncio de tu producto. ¿Qué otra reina mejor que la estrella emergente del momento, Isabel I de Castilla?

Nos incita a esta suposición el hecho de que Scachs d’amor no pasara por la imprenta. Los nombres de Fenollar, Vinyoles y Castellví están muy ligados al impulso de la imprenta en Valencia. Resulta difícil pensar que no quisieran dar luz a una obra tan singular, pero hacerlo, y hacerlo con la intencionalidad que les suponemos, requeriría de una consulta previa con Fernando, que además era un notorio jugador de ajedrez. Sabemos que Fernando estaba escocido por la determinación con la que Isabel se había proclamado reina. Su enfado dio lugar a una compleja negociación diplomática entre los dos esposos que concluyó con la Concordia de Segovia del 15 de enero de 1475. Si los tres alegres poetas mancomunados le consultaron indirectamente la conveniencia de imprimir Scachs d’amor, era de esperar que en lugar de permiso recibieran una discreta colleja real, ya que en esa partida la Reina apabulla al Rey.

Pero todo esto son especulaciones. Terreno abonado para la fabulación literaria y la fantasía combinativa. Un historiador, por mucho que le apasione lo que estudia, debe trazar una raya clara delimitadora entre lo constatado y lo que podemos imaginar que pudo ocurrir, y culminar su investigación con la técnica rigurosa del final.

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Ganar o morir no es una lección para niños.

La primera competición presencial del ajedrez navarro tras año y pico de pandemia ha resultado chocante: del casi centenar de inscritos, la mitad son jugadores sin rating, niños recién federados que disputan sus primeras partidas oficiales. Nuestro Campeonato Navarro Absoluto Individual parece haberse convertido en una prolongación de los Juegos Deportivos Escolares de Navarra que finalizaron hace un mes o dos. Más de un participante habitual en las competiciones federativas se enfada, echa pestes contra Gambito de Dama y decide no concurrir.

Sí, seguramente ha influido que no hace ni nueve meses que se estrenó Gambito de Dama. Pero tanto niño me sorprende menos ahora que cuando hace dos años -uno antes de la pandemia-, decidí retomar el ajedrez después de casi cuatro décadas de ausencia. En los años 80 en Pamplona el ajedrez se jugaba en un marco muy especial: la Sala de Armas de la Ciudadela. No podía darse mejor combinación: un juego milenario que imita a la guerra en un edificio centenario militar. En estos tiempos en los que todo tiene imágenes, las únicas que se conservan de aquellos momentos están en la memoria de los pocos jugadores que aún hoy estamos en activo. Somos lágrimas en la lluvia.

Nunca entonces, en los años 80, conocí a ningún adolescente jugando, ni por supuesto niños de siete u ocho años. Ahora son participantes habituales. Cuando hace dos años retomé el ajedrez, me encontré en mi primer torneo como uno más de entre ellos, como jugador sin rating. Los primeros emparejamientos me situaron frente a niños que sabían mover las piezas con arreglo a las reglas y hasta con cierto sentido, pero que a duras penas rellenaban la planilla con su letra torpe y lenta. No gané a ninguno. Siempre terminaba la partida ofreciendo unas tablas que no se podían rechazar. Un día, antes de empezar el juego, el chaval del tablero de al lado me preguntó por qué en la jornada anterior había dado tablas si tenía una pieza de más. Le contesté a bote pronto algo así como “porque la victoria está sobrevalorada”. A veces los juegos de palabras te atrapan como una combinación fatua sobre el tablero, brillante pero sin sustancia, y te hacen decir nada o, como en este caso, exactamente lo contrario de lo que yo realmente pensaba: que me parecía tan cruel la derrota que no quería que por mi culpa ningún niño tuviera que sufrirla.

Después del torneo me di cuenta de que si das tablas a todos los niños que te ponen delante, los intríngulis del sistema suizo te volverán a emparejar con niños. Un círculo vicioso que sólo se podía romper ganando.

Era inevitable que la primera ronda de este Campeonato post-Gambito de Dama me emparejara con uno de ellos. Resultó ser una niña de siete años de edad. La encontré sentada frente al tablero cuidando de las piezas.

  • Hola, ¿tú eres Amaia?

  • Síii -me respondió con toda la convicción de la que sabe que no hay nada más cierto bajo el sol que el que ella es ella.

  • Pues entonces jugamos juntos, yo soy Felipe.

  • Vale -me concedió.

Y me senté frente a ella y empecé a rellenar mi planilla. Tuve una duda acerca de sus apellidos. La interpelé.

  • ¿Eres Amaia tal y cual?

Me miró con cara de “qué cosas preguntas, si ya te lo he dicho”, y luego repitió con claridad sus dos apellidos y su nombre. Y apostilló:

  • Pero seguramente lo escribirás mal. Amaia es con i pequeña.

  • Vale -le asentí-. Ya lo escribo bien: con i latina.

No me dijo nada. Estaba seguro de que haberle cambiado su “i pequeña” por “i latina” no le habría pasado desapercibido en absoluto. Y dentro de poco, con ayuda de alguna otra repetición, Amaia asimilaría de la manera más natural que la “i pequeña” se llama también “i latina”.

Recordé que veinticinco años antes yo había trabajado con alguien de su mismo primer apellido.

  • ¿Sabes? -le pregunté-, yo trabajé una vez con una persona que se llamaba como tú de primer apellido. En tal -dije el nombre de la empresa, muy conocida en Pamplona por todos los que comen pan porque prácticamente tiene el monopolio del suministro desde hace cincuenta años-. Quizás era tu… -estuve a punto de decir padre- abuelo.

  • Cuando yo nací -presté atención a un hecho tan importante-, mi abuelo había muerto tres años antes.

No seguí inquiriendo. Es natural que para una niña de siete años, la historia de su familia empiece prácticamente con ella. Que supiera situar con exactitud un hecho acaecido tres años antes, seguramente indicaba lo importante que había sido el abuelo en la familia y lo mucho que se le recordaba. Saber dónde trabajaba su abuelo veinte años antes era excesivo.

Su monitor se acercó a la mesa para darle instrucciones acerca de cómo tenía que anotar en la planilla cada uno de los movimientos que fuéramos haciendo, la inicial de la pieza y la casilla de destino. Tengo entendido que en los juegos escolares no se anota la partida porque el ritmo es de 25 o 30 minutos. Así que esta inscripción en masa de chavales en un torneo “de mayores” servía para que practicaran la anotación, además de para que se acostumbren a estar sentados durante horas delante del tablero y de señores que podrían ser sus padres o abuelos.

Cuando el árbitro dijo aquello de “Podéis empezar”, Amaia no me defraudó y puso en marcha el reloj. De todos los gestos rituales de la partida, poner en marcha el reloj es una de las cosas que realizan con más fruición los chavales.

No juego e4, salvo cuando lo hago con niños, que sé que se sienten en territorio conocido respondiendo 1. …e5. Pero Amaia me sorprendió con un precoz 1. …c5. Podría decir que jugamos una Variante Alapin de la Siciliana. Ella movía las piezas con corrección y cierto sentido del desarrollo. No las dejaba descuidadas. Cuando hostigué un caballo suyo con uno de mis peones, lo retiró rauda. Pero cuando amenacé instalar el mío en d6, no supo ver el doblete que seguiría al rey en e8 y al alfil en b7. En términos piagetianos, diría que Amaia estaba empezando a salir del egocentrismo cognitivo. El ajedrez le vendría estupendamente para culminar el proceso.

Me enroqué largo. Me preguntó:

  • ¿Cómo se apunta esa jugada que has hecho?

  • ¿El enroque? Mira -le alargué la planilla con el dedo señalando la jugada y completé- El enroque corto se apunta con dos círculos y una raya en medio. Yo me he enrocado largo, y eso se apunta con tres círculos y dos rayas.

Al cabo de diez jugadas más yo ya había construido una red de mate alrededor de su rey con dos torres y dos peones, apoyado en un tercer peón suyo, un peón traidor que limitaba por la espalda la movilidad de su rey. Entonces le propuse:

  • ¿Quieres que lo dejemos en tablas?

  • ¿Por qué? -me preguntó a bote pronto.

No sabía qué responderle. En mi cálculo estaba que si le ganaba, la siguiente ronda me enfrentaría con el primero o el segundo del ranking. Quedarme con medio punto quizás fuera suficiente para eludir a los niños y al mismo tiempo esquivar un emparejamiento que no me atrevía a desafiar. No se lo podía explicar. Así que le dije:

  • Mira, si avanzo este peón aquí -señalé el avance a4-, es mate.

  • Vale -me contestó sin detenerse apenas a mirar las consecuencias de esa jugada de avance.

Es posible que Amaia no entendiera lo que pasaba en el tablero. De todas las reglas del ajedrez, la que define el mate es la más compleja para un niño que empieza. Y si por un casual había comprendido que perdía la partida porque era mate, o simplemente lo había aceptado porque yo se lo estaba diciendo, más incomprensible le resultaría que yo le ofreciera tablas.

Ella empezó a restituir las piezas a su posición de partida. Ese es otro de los rituales que un adulto puede pasar por alto, pero jamás un niño. Le dije:

  • Espera, hay que firmar la planilla.

Me vio hacerlo y me imitó poniendo su nombre en el mismo sitio de su planilla que yo. Me fijé entonces en la cabecera.

  • Esto lo has dejado en blanco.

  • Es que no sé lo que hay que poner.

  • Quieres que te lo rellene?

  • Vale.

Y mientras ella ponía piezas, yo le completé la planilla.

Vino el árbitro a recogerlas. Arranqué las copias, y le di la suya a Amaia. La miró extrañada.

  • No está igual. Está escrito de otro color.

  • Es que es papel autocopiativo.

Y con esta última explicación nos despedimos. Le quedaban seis rondas más para aprender lo que es el papel autocopiativo, cómo se anota el enroque, qué es el jaque mate y la oferta de tablas. No me cabía duda de que aprendería todo eso y muchas cosas más.

En la ronda siguiente, contradiciendo mis cálculos, me volvió a tocar otro niño de la misma edad. Se sentó frente a mí reconcentrado. Su monitor, que era el mismo que el de Amaia, le dio las mismas instrucciones sobre cómo anotar la planilla. No respondió palabra ni gesto alguno.

Su segundo apellido coincidía con el primero de Amaia. Y puesto que eran del mismo club de ajedrez, sospeché que podían ser primos. Era una buena forma de iniciar la conversación con él. No sirvió de nada. No solo no eran primos, o al menos lo negó dos veces con la cabeza, sino que mi pregunta, que le daba pie para hablar de una niña que asistía a las mismas clases de ajedrez que él, no sirvió de abrelatas para su mutismo.

Jugamos. Diez movimientos antes que a Amaia le daba mate con alfil y caballo. Sin oferta de tablas. Tenía que ganar, mi torneo había empezado. Y en ese momento lo vi temblar, estremecerse. Las lágrimas se le escurrían por las mejillas. Me sentí la persona menos indicada para consolarle, ya que era el causante de su desgracia. Vi a su monitor no muy lejos. Le hice un gesto con el brazo y se acercó. Poco le dijo y quizás no lo más oportuno. Le señaló la planilla, completamente en blanco. “Tienes que rellenar la planilla”. Mecánicamente, le alargué la mía deseando que empezara a copiarla y dejara de llorar. El monitor se fue a buscar a su madre, aunque por las medidas covid nadie salvo los jugadores podía estar presente en la sala de juego sin autorización de los árbitros.

El niño seguía perdido. Le dije “¿Quieres que te rellene la planilla?”. Me la alargó en un gesto de asentimiento. Se la rellené a tiempo de que el árbitro la cogiera y de que la madre recogiera al niño. Le di su copia al niño. Añadí algo sobre guardarlas en una carpeta y meter las partidas en el ordenador “para que el ordenador te diga las jugadas que has hecho buenas y las que has hecho malas”. El niño no dijo nada. Su madre me dio las gracias por él y me dijo un “Sí, eso haremos. La guardaremos en una carpeta y en el ordenador”. Salieron agarrados de la mano. Solo jugó una ronda más, con el mismo resultado, y desapareció del torneo en las últimas cuatro.

No era la primera vez que asistía al derrumbe de un niño cuando pierde la partida, aunque no como causante. Un año antes de la pandemia, me paseaba entre los tableros de uno de esos Open que se celebran en verano, en Oviedo. En la última fila jugaba un guaje de apenas diez años. No se lo estaba poniendo fácil hasta ese momento a su rival, un señor de pelo y barba cano, sesenta y tres años, que en repetidas ocasiones le pedía al chaval la planilla para corregir y completar la suya. No es buen síntoma equivocarse anotando. Sin embargo, fue el chaval el que se equivocó sobre el tablero, perdió la dama y comprendió que con ella perdía también la partida. Se echó a llorar. Siguió jugando durante diez o doce movimientos más, anotándolos escrupulosamente, pulsando el reloj metódicamente y llorando sin parar, inconsolable. Y durante esos últimos y agónicos movimientos, profundamente absorto, cogió maquinalmente el batido que desde atrás le alargaba su madre solícita, para devolverlo inmediatamente en cuanto se dio cuenta de lo que tenía en la mano: seguramente hubiera preferido su dama. No era la primera ni la segunda ni la tercera partida que perdía. Pero venía de ganar en la ronda anterior a un chaval cinco años mayor y quizás sus expectativas se habían disparado. De todos los que pugnábamos aquella tarde sobre el tablero, nadie como él, derrotado en aquella jornada, podría haber dado una definición más clara de lo que es la Victoria.

En el hilo argumental de este artículo que está empezando a ser demasiado largo, debería enhebrar aquí anécdotas similares de la infancia de Bobby Fischer o Anatoly Karpov. Enlazaría también con el miedo a perder que ha sobrecogido a tantos jugadores adultos en algún momento de su carrera. Y adornaría el artículo con citas de obras literarias y cinematográficas que han subrayado el carácter obsesivo del juego. Todo ello para concluir algo que muy pocos lectores me discutirán: que ningún juego o deporte puede reclamar con tanta autoridad como el ajedrez el lema de “ganar o morir” de los gladiadores, a pesar de ser el más incruento de los combates, el de menos contacto físico. Una partida de ajedrez involucra toda la energía psíquica de los contendientes y su resultado no se decide por ninguna dimensión física mensurable como el “citius, altius, fortius” olímpico, sino por un pulso mental en el que el vencedor doblega espiritualmente al derrotado. Más allá de cada partida, la excelencia en la práctica del ajedrez, sea al nivel que sea, requiere también de un esfuerzo y dedicación que puede llegar a absorber o desviar las otras facetas de la vida del ajedrecista. Se ha dicho no sin exagerar demasiado que el ajedrez no es un juego, sino una enfermedad.

Podemos despreocuparnos, hasta cierto punto, de cómo sobrelleva el adulto esta enfermedad, esta adicción. En cambio, no podemos pasarla por alto cuando se trata de niños. Les llevamos al ajedrez porque sabemos que va a acelerar su desarrollo cognitivo, primero empujándoles a superar el Rubicón egocentrista de los siete años, después desarrollando su capacidad de cálculo, de manejo mental de símbolos y operaciones, que tanto les va a ayudar en las clases de matemáticas o en la descodificación fluida del nuevo código lingüístico escrito que están aprendiendo. Deberíamos impedir que el ajedrez fuera para algunos de ellos causa de sufrimiento. Ganar o morir no debe ser una lección para niños.

¿Cómo? En primer lugar, poniendo en valor el ajedrez no competitivo. Jugar al ajedrez en el recreo escolar, en una actividad extraescolar o de manera casual, no solemniza el resultado de la misma forma que toda la parafernalia de árbitros, relojes, trofeos, clasificaciones, publicación de resultados, sin perder por ello ninguna de sus virtudes cognitivas.

No obstante es imposible cerrar el paso al ajedrez competitivo, una realidad cultural de nuestra sociedad. La práctica del ajedrez competitivo también tiene facetas positivas, pues inicia a los niños y adolescentes en hábitos de autocontrol, reflexión y toma de decisiones. Pero queda a la responsabilidad de sus profesores y monitores, y por supuesto de sus padres, evitar la deriva extrema. ¿Cómo? Dejadme desarrollar una propuesta.

Hay en el ajedrez adulto actitudes hacia el juego superadoras de su faceta rabiosamente competitiva. Voy a tirar del hilo que se esconde tras una cita de Tartakower: “el vencedor de una partida es el que comete el penúltimo error”. Cualquier veterano asentirá tras muchas derrotas y victorias: no he ganado mis partidas, es mi rival el que las ha perdido, ni es mi rival quien me ha ganado, sino yo el que he perdido. El jugador veterano sabe que, detrás de cada rival al que se enfrenta, subyace otro enfrentamiento de los dos jugadores contra la complejidad del juego. La antiquísima costumbre del análisis post partida entre los dos jugadores, abre un espacio de cooperación con el rival. Los dos, en cierto modo, están colaborando en seguir los pasos que ya se han dado antes en esa otra partida inmortal, eterna, que es el propio juego del ajedrez desde sus orígenes.

Pero la realidad del ajedrez institucional (y la de sus paralelos online) es la de un “lanista” romano ocupado en organizar los mejores “ludi”, los más espectaculares, los más rentables publicitariamente, los que alimentan el fuego competitivo de la multitud. El actual sistema de rating elo en el que participan cientos de miles de jugadores (y que nutre la tesorería de la FIDE), se ha consolidado como lo único que importa del juego: un gana-pierde continuo de ámbito universal. El juego se ha convertido en una adicción para yonkis de ese gana-pierde alimentada por camellos que ofrecen una panoplia de productos y servicios ajedrecísticos con nombres tan sugerentes como “destroza la siciliana”, “castiga los errores”, “bombardea el centro blanco”, “destruye la Caro-Kann”.

Reconozcamos, no obstante, que el rating elo ofrece un feedback al aficionado que indirectamente mide su progreso en el juego. Una valoración distorsionada en múltiples dimensiones, pero la única posible cuando se estableció hace muchas décadas.

Hoy en cambio es posible obtener una valoración de nuestro juego mucho más objetiva y directa, y además no contaminada por el resultado de la partida. Los motores de ajedrez han establecido un techo, un nivel de juego casi perfecto para la mente humana. Disponemos de herramientas que, en combinación con esos motores, cuantifican la calidad de nuestro juego, unas veces medido como un % de precisión, otras como una pérdida o desviación promedio en centipeones respecto al juego perfecto. Herramientas que, además, se usan con éxito para detectar precisamente a los tramposos que se ayudan de esos motores en la competición.

Mi propuesta es dar un feedback público y respaldado federativamente o por plataformas de juego online que mida exclusivamente el grado de perfección de nuestro juego partida a partida. Que el jugador pueda ver reflejado que este mes o en aquel torneo su precisión de juego fue del 92% o cayó al 86%, o que hace un año jugaba 2 puntos mejor o peor. El 1-0, el 0-1 y el ½- ½ no son los únicos resultados posibles de una partida: hay muchas formas de perder, de ganar y de entablar.

Este sistema sería independiente del resultado y, hasta un cierto punto, del nivel del rival. Mi experiencia es que es más fácil obtener una puntuación casi perfecta frente a un rival que comete errores de bulto. Quizás por ello, para evitar distorsiones, se debieran omitir en este sistema de rating las partidas ganadas frente a aquellos rivales que se desempeñan muy por debajo de nuestro nivel. Pero es indudable que las partidas igualadas y, sobre todo, las partidas perdidas deben formar parte de ese rating, porque es en las dificultades donde tenemos ocasión de darlo todo.

De esta forma marcaremos el acento sobre la faceta colaborativa del ajedrez, sobre la necesidad de un buen rival para tener una buena partida. Y también sobre la competición contra uno mismo, la superación personal, más que sobre la derrota ajena.

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La mujer en el ajedrez medieval (2): el papel de Isabel la Católica en el origen del ajedrez moderno.

«No debería sorprendernos que la transformación oficial de la reina del ajedrez en la pieza más fuerte del tablero coincidiera con el reinado de Isabel de Castilla«, nos dice Marilyn Yalom. En realidad no debería sorprendernos, tampoco, que Marilyn Yalom abrace esta coincidencia tan alineada con el hilo argumental de su libro, siempre enhebrando los puntos de conjunción de la Historia con el tablero, tal como describo en el post anterior. En las líneas que siguen veremos qué da de si Isabel I de Castilla y si acaso no deberíamos mudar el enfoque y explorar otro sendero que nos lleve más lejos.

 

Alferza versus Reina, los vaivenes geográficos y el retraso peninsular.

La temprana identificación del alferza con el papel político de la Reina medieval se manifestó por vez primera en Einsiedeln, en el corazón del Sacro Imperio Romano Germánico, y se difundió desde allí hacia el norte, el sur y el oeste. Nunca llegó a imponerse en el este, en Rusia, lugar de Europa donde el alferza ha pervivido mucho más tiempo que en la Península Ibérica. Aún haciendo sitio a la koroleva a partir de Catalina la Grande, lo cierto es que desde Botvinnik a Kasparov, todos los campeones mundiales han luchado con el ferz contra la Reina occidental. Ésta y alguna peculiaridad más (ladya o barco por torre), son el resultado de que el ajedrez más allá de los Cárpatos tuviera otras vías de recepción y otras influencias culturales que lo mantuvieron distante del ajedrez europeo occidental. 

Como seguramente también ocurrió en España mientras hubo influencia musulmana, a la que justamente pone punto final Isabel I de Castilla. Sorprende que en 1283, tres siglos después del advenimiento de la Reina del ajedrez en 997, en España se siguiera manteniendo la terminología árabe de las tres piezas: alferza, alfil y roque. Así lo atestigua el Libro de açedrex, dados e tablas de Alfonso X el Sabio, la obra más importante o si acaso la más vistosa del ajedrez medieval, aunque por su carácter de manuscrito de la biblioteca real, no la más difundida ni la que más influyó. En estos tres siglos entre 997 y 1283 sólo hay un caso, una cita de «Reina» en boca o pluma de un natural peninsular, que parece contradecir la pervivencia del alferza, pero que en realidad la ratifica.

Al judío natural de Tudela, Abraham ben Meir ibn Ezra (1092-1167), un intelectual medieval como la copa de un pino, se le atribuyen dos poemas sobre ajedrez. En uno de ellos la nomenclatura de las piezas ignora a la Reina y coincide totalmente con el Libro de los Juegos alfonsino de un siglo más tarde. En el otro poema el firz o alferza es reemplazado por la Shegal, la Reina en hebreo. Aunque no podamos datar la fecha exacta de cada poema, sí sabemos que ibn Ezra empleó los veinticinco últimos años de su vida en viajar por Italia, Francia e Inglaterra. ¿Alguna duda sobre el orden cronológico de los poemas y dónde conoció ibn Ezra a la Reina del Ajedrez?

Tampoco después del Libro de açedrex, dados e tablas de 1283 y antes de la explosiva irrupción de la Dama dotada de superpoderes a finales del XV, hay documento alguno que atestigüe en el ámbito peninsular el uso de Reina o Dama en lugar del alferza, y sí hay documentos que acreditan la buena salud del alferza. El Romance de Fajardo nos cuenta un lance de la Reconquista embebido en una partida de ajedrez:

Jugando estaba el rey moro y aun al ajedrez un día
con aquese buen Fajardo, con amor que le tenía.
Fajardo jugaba a Lorca y el rey moro Almería.
Xaque le dio con el roque, el alférez le prendía.

En esta partida literaria encontramos sobre el tablero al alferza persa-árabe en su traslación fonética como «alférez», ya documentada en el Libro de los Juegos alfonsino de 1283. Desconocemos la fecha de composición del Romance, pero Alonso Fajardo el Bravo murió en 1463 siendo alcaide de Lorca. Si la literatura fuera testigo fidedigno de la historia, estos encuentros eran comunes todavía en la segunda mitad del siglo XV y podemos suponer que el alferza sobrevivió mientras jugadores de lengua árabe entablaron partidas con jugadores de lengua… castellana. He dicho castellana, por Castilla. Moros y cristianos castellanos dejaron de jugar al ajedrez justamente en 1492, con la toma de Granada por Isabel I de Castilla.

Diferente fue el caso de la Corona de Aragón, que había perdido el contacto con el mundo musulmán peninsular hacia 1304, cuando el avance castellano hacia el sur y el este llegó a las playas del Mediterráneo. Sabemos que el Rey de Aragón Martín el Humano (1356-1410) poseía, además de una impresionante colección de conjuntos de ajedrez, una pequeña biblioteca de manuscritos del juego en la que, por inventario, se enumeraban dos libros en lengua francesa y cuatro en catalán (o tres en catalán y uno en latín, no está claro). Lamentablemente los libros se han perdido. No hubiera sido extraño constatar que en la Corona de Aragón, o en parte de ella, se utilizara ya la Reina germánica al tiempo que en Castilla y Portugal aún sobrevivía el alferza musulmán

Scachs d’amor, primera mención de la Reina en el ajedrez peninsular, primera Reina del ajedrez moderno.

Un estudioso fotografió en 1914 el manuscrito Scachs d’amor encontrado en 1905 y hoy perdido

La primera evidencia de que la Reina juega en el ajedrez peninsular se data entre 1475 y 1485 (según Ricardo Calvo) y en el ámbito de la Corona de Aragón. Es el poema valenciano Scachs d’amor, un trasunto de la literatura simbólica ajedrecística tan típica del medievo, que contiene en 64 alegóricas estrofas una partida completa desde la apertura hasta el mate final, perpetrado por la Dama y Reina del tablero. Lo sorprendente de este poema es que la Reina, como el Alfil, se mueve ya según las reglas modernas. Es el primer documento conocido que las acredita, es un documento consciente de la novedad de esas reglas que además presenta como propias.

De un solo golpe, el ajedrez peninsular recupera un retraso de cinco siglos respecto al ajedrez medieval haciendo sitio a la Reina, y al mismo tiempo lo arrumba, lo deja atrás, dando paso al ajedrez moderno, al alfil y a la dama modernos. La evidencia de esta ruptura sería remachada pocos años después (1497) por el libro de Lucena. Las conexiones entre Scachs d’amor, el libro de Lucena y el incunable perdido de Francesc Vicent (1495) han sido materia de muchos estudios y alguna polémica entre los historiadores contemporáneos del ajedrez. Pero nadie relevante pone hoy en duda que el ajedrez moderno, el ajedrez “de la dama” en expresión de Lucena, naciera en España un poco antes del 1500.

¿Qué inspiró Isabel I de Castilla, el juego o el poema?

La influencia de Isabel I de Castilla en el nacimiento de la dama del ajedrez moderno ya fue insinuada por Staunton en una fecha tan temprana como 1844: «Lo más probable es que… la galantería de los caballeros moros en Granada dotara a la Reina del ajedrez con el reinado y el dominio casi ilimitados que ha disfrutado desde entonces«. Pero ninguno como el historiador del juego de damas Govert Westerveld ha insistido con más tenacidad en esta apreciación, que él también extiende al juego de damas, hasta conseguir convertirla en un lugar común para los divulgadores de la historia del ajedrez. Otros historiadores como Ricardo Calvo o Peter J. Monté se han hecho eco sin más de esta interpretación, pero sólo José Antonio Garzón, alentado por Govert Westerveld, ha conseguido encontrar el rastro de Isabel la Católica en las estrofas de Scachs d’amor.

Staunton no supo de la existencia del poema Scachs d’amor, descubierto en 1905. Si él, un hombre del siglo XIX, vio guiada su intuición por el imaginario construido cuatrocientos años antes alrededor de la figura de Isabel y que ha llegado hasta nuestros días, cuánto más influidos no estarían los propios autores del poema, cuyas biografías los sitúan en el entorno del rey Fernando.

Además, la fecha de composición del poema es muy próxima a dos acontecimientos impactantes de la vida de Isabel: el primero, su autoentronización en diciembre de 1474, justo en las 48 horas siguientes al fallecimiento de su hermanastro Enrique IV, en un acto de extrema resolución y con asunción de símbolos viriles de poder, como la espada, que incluso molestaron a su esposo Fernando; el segundo, la Concordia de Segovia de enero de 1475, que puso paz entre los esposos y dejó claros los derechos sucesorios de Isabel por delante de los de Fernando y su mutua relación de igualdad en el gobierno. Podemos suponer que tales acontecimientos darían mucho que hablar en Aragón del rey Fernando hacia abajo, hasta llegar a los autores del poema.

Sin embargo, ni Fenollar, Vinyoles o Castellví, los alegres poetas mancomunados de Scachs d’amor, ni el ditirámbico Lucena, que tuvo ocasión de insertar alguna referencia en su dedicatoria al príncipe Juan, hijo de Isabel, ninguno nos ha dejado mención expresa a la Reina Isabel.

Govert Westerveld ha citado alguna vez como apoyo a su inferencia la obra de Pedro de Covarrubias Remedio de jugadores, impresa en 1519, quince años después del fallecimiento de Isabel y cuando el ajedrez de la dama estaba dejando de ser una novedad. Esta obra de 185 páginas dedica sólo cinco al ajedrez, y su contenido sigue la estela de la literatura moralizante medieval al estilo del Ludus Scachorum del dominico lombardo Jacobo de Cessolis, la obra más difundida del ajedrez medieval. Todo el apoyo para argumentar la inspiración isabelina del ajedrez de la dama está en este párrafo: «La reyna se muda (mueve) como todos los inferiores porque el poder y gracia quellos particularmente reciben del rey recibe ella junto y más cumplido. Salvo el movimiento de los cavalleros porque el pelear no conviene a las mugeres. Ellas aunque actualmente no pelean van en el real algunas vezes por mas animar a los suyos y provocar a su defensa y mas espantar los enemigos: como hazia nuestra gran reyna dona ysabel en la guerra de granada». Recordemos que Scachs d’amor termina con un jaque mate perpetrado por la Dama, que entremedias ha capturado un alfil en f3, un peón  en b7 y un caballero en d7. ¿Cómo se concilia esta dama rabiosa, enragée, con «porque el pelear no conviene a las mugeres»?

Más sólido es el análisis en clave alegórica de algunas estrofas de Scachs d’amor que realiza Jose Antonio Garzón en su obra El regreso de Francesc Vicent. La estrofa 54 es crítica: «Digo que la Reina tenga el movimiento de todas las piezas, salvo el caballo. Pues nuestro juego quiere adornarse de un estilo nuevo y sorprendente para el que lo mira, pues realza la dignidad de la Reina, otorgándole la espada, el cetro y el trono«. La mención de la espada como atributo de la reina solo puede interpretarse, dice Garzón con todo fundamento, como un eco del gesto desafiante de Isabel I de Castilla en su coronación en Segovia el 13 de diciembre de 1474. Fue aquel un acto genial de propaganda política en un momento crucial en el que la joven reina, al ocupar el trono, no se limitó a ostentar el cetro sino que exhibió delante de ella la espada de justicia, algo inusitado para una mujer, con la deliberada intención de intimidar a los que se le oponían y ganarse a los indecisos.

Como inspiradora del poema Scachs d’amor, Isabel I de Castilla es una hipótesis muy difícil de negar y que casa muy bien con otros indicios encontrados por Garzón que fechan el poema entre 1475 y 1477, como la filigrana del papel utilizado que atestigua su lugar de fabricación y fechas aproximadas de comercialización, o la conjunción de Marte, Venus y Mercurio mencionada en el poema, que en la realidad astronómica ocurrió dos veces, en 1475 y en 1477.

También es significativa la interpretación que se puede hacer de tres de las cuatro reglas del juego que se refieren a la dama, que ni han perdurado ni han tenido influencia alguna en el ajedrez posterior. Veamos esas reglas:

  • No puede haber más de una reina en el tablero (estrofa 60), lo que más que limitar la promoción solo al supuesto de que la original haya desaparecido, en realidad la impide según la siguiente regla.
  • Si se pierde la reina, se pierde el juego (estrofa 63). Obsérvese que en la partida de Scachs d’amor las negras, en lugar de recibir mate, podrían haber ganado la partida capturando la dama blanca que en su penúltimo movimiento justo antes del mate (estrofa 61), captura un caballo en d7 dando un «beso en la mejilla» al rey negro situado en e8. El rey negro, en lugar de capturar la dama blanca y ganar la partida, retrocede a f8, recibiendo mate a la siguiente con Dd8.
  • Otra extraña regla es que las reinas no pueden capturarse mutuamente (estrofa 57), al igual que los reyes.

Estas reglas que tan poco sentido parecían tener y tan poco recorrido han tenido, se han interpretado en forma de paralelismo con la situación de guerra civil en Castilla, en la que las dos reinas que se enfrentaban, Isabel y Juana «la Beltraneja», no lo hacían directamente en el campo de batalla. Es decir, estas reglas parecen pensar en Isabel I de Castilla y se suman a la indudable referencia a la espada de la Reina en su coronación.

Isabel I de Castilla inspiró el poema Scachs d’amor. Pero es más cuestionable la hipótesis de Isabel I de Castilla como inspiradora de la reforma del juego que dio poderes a la Dama. Las 64 estrofas de Scachs d’amor, que describen otras 16 reglas además de las cuatro que atañen a la Reyna, ni siquiera se molestan en describir los movimientos del nuevo alfil, que se desplaza ya de la manera moderna. El movimiento del alfil no es novedad.

En cuanto a la dama, poco creíble es que una reforma de tanto calado como darle las capacidades del alfil y de la torre, pueda surgir y plasmarse en el reducido cenáculo de tres aficionados ajedrecistas en el curso de unos pocos días o semanas. El juego es una práctica social y las novedades requieren tiempo y difusión para que se ensayen, perfeccionen y finalmente se acepten socialmente. De nuevo, como cuando comentaba en el artículo anterior la tesis de HJR Murray que hace nacer el juego del ajedrez ya acabado de la mente de un creador individual, solo en la mitología ocurre que Palas Atenea venga al mundo desde la frente de Zeus ya vestida con su panoplia completa.

El nuevo juego, con los nuevos movimientos del alfil y la dama, ya se estaba practicando en Valencia antes de que se compusiera Scachs d’amor. Es muy probable también que la propia denominación de la pieza ya hubiera mutado de alferza a reina/dama en algún momento del siglo XV o antes en el ámbito de la Corona de Aragón, desconectada del mundo musulmán peninsular desde 1304 y más abierta a las influencias mediterráneas, italianas y francesas. En el texto del poema aparece indistintamente Reyna (29 veces) y Dama (46 veces) Eso es un indicio de antigüedad en el cambio de denominación. El ajedrez de la dama ya existía, la dedicatoria a la Reyna es la novedad.

Entonces, ¿por qué en el poema se explican los movimientos de la dama y no los del alfil? Porque el leit-motiv del poema es la Reina, la Reina del ajedrez y su paralelismo con la poderosa Reina de Castilla. Los movimientos de la dama se explican sucintamente al comienzo de la estrofa 54 con una sola y concisa frase, Diu que la Reyna vagie axi com tots, sino Cavall (Dice que la Reyna se mueve como todos, salvo el caballo) Sin esa explicación no habría punto de apoyo para los nueve versos siguientes que explican lo importante: su contenido simbólico.

Mas nostre joch de nou vol enremar se 

de stil novell e strany a qui be·l mira, 

prenent lo pom, lo ceptr’e la cadira. 

car, sobretot, la Reyna fa honrar se. 

Donchs, puix que diu que mes val e mes tira, 

per tot lo camp pot mol be passegar se, 

mas torçre no, per temor ni per ira. 

Quant mes se veu la libertat altiva, 

mes tembre deu de caure may cativa.

(el texto completo en inglés, aquí)

No era necesario dedicar una estrofa a los movimientos del alfil, porque el alfil no importaba. Importaba el contenido simbólico de los movimientos de la Dama.

Es fácil imaginar como surgió el poema. Después del impacto de la noticia de la coronación de Isabel I de Castilla, los tres alegres y jóvenes poetas, bien colocados en la administración de Fernando el Católico, conscientes de que en Castilla se jugaba con el alferza y las viejas reglas, quisieron honrar a su Reina castellana que con tanta decisión había dado un vuelco espectacular al tablero político peninsular, equiparándola con su reina valenciana del ajedrez y añadiendo otras reglas sobre la Reina que no han tenido continuidad por su incoherencia, pero que parecen responder, más que a las necesidades del juego, a un «como si» forzado al máximo para intentar ajustarse a lo que estaba sucediendo en esos momentos en el mundo real, en la Castilla donde Isabel, después de haber fijado los términos de igualdad con Fernando, libraba una guerra victoriosa contra su rival Juana la Beltraneja.

Isabel I de Castilla NO inspiró el nuevo ajedrez sino tan solo un poema alegórico del nuevo juego, de la misma forma que el ajedrez no fue inventado por Jacobo de Cessolis ni por el anónimo autor del poema de Einsiedeln. Seguir la pista del nuevo ajedrez a través del simbolismo del juego no nos lleva más lejos. Hay que mudar el enfoque o al menos completarlo. Debemos centrarnos en su pura práctica sobre los tableros.

El ajedrez medieval era lento y aburrido: había que reformarlo.

Claro que podemos preguntarnos qué indicios puede dejar una nueva práctica ajedrecística antes de que justamente se refleje como una modalidad de juego ya acabada, como una norma de facto. Es cierto que en el XVI y XVII tenemos registros documentales sobre las dudas y vacilaciones sobre aspectos técnicos del juego como la captura al paso y el enroque. Pero esos registros documentales son libros impresos y la imprenta nace en la segunda mitad del XV y le lleva décadas afianzarse y extenderse. ¿Cuántas décadas de ensayo y error sobre los tableros llevaban el nuevo alfil y la nueva dama? La imprenta llegó a tiempo para fijar las nuevas reglas y para universalizarlas, a lo que ayudó no poco el drama de los judíos españoles, su expulsión, así como el exilio de judeoconversos perseguidos por la Inquisición.

La fulminante implantación en España, Italia y Francia del nuevo ajedrez, del ajedrez “de la dama”, habla por sí misma de la mejoría del nuevo respecto al viejo, sin necesidad de que intervenga para nada el posible simbolismo de una reina de ámbito peninsular que desaparece en 1504. Es ahí, en las carencias del viejo ajedrez como causa del cambio, donde se podría indagar para encontrar el cómo del cambio.

Sabemos que el ajedrez medieval era lento para la percepción de sus contemporáneos. Sabemos que a veces se jugaba con dados, una forma que reduce su atractivo intelectual pero que le daba viveza. A diferencia del ajedrez moderno, donde la teoría de aperturas, la fase inicial del juego, se ha hipertrofiado, el ajedrez medieval, como el árabe, tenía predilección por los problemas, por los mansubat (arreglos o posiciones, en árabe) Las primeras jugadas transcurrían sin apenas interacción entre los dos jugadores, que movían sus piezas y peones buscando alcanzar una tabiya, una “disposición de combate”, prácticamente sin tener en cuenta las jugadas de su oponente.

En rojo, las casillas accesibles a los alfiles negros. En azul las casillas accesibles a los alfiles blancos. No interaccionan.

¿Y cómo era el medio juego, una vez superada la lenta apertura? Algunas características las podemos suponer.

Los alfiles, que en el juego moderno pueden alcanzar cada uno de ellos las 32 casillas del color de su diagonal en uno o dos movimientos, en el medieval solo podían llegar a 8 y necesitaban tres saltos para alcanzar las dos más lejanas. No tenían posibilidad alguna de interaccionar con el alfil contrario del mismo color de casilla porque sus respectivos “saltos” impiden que se toquen. Solo 16 casillas del tablero son cubiertas entre los dos alfiles medievales, por las 64 del par de alfiles modernos. Las dos diagonales centrales, tan importantes estratégicamente en el juego moderno, son inaccesibles para cualquiera de los cuatro alfiles medievales.

En cuanto a la dama/alferza, en lugar de poder acceder como ahora a cualquiera de las 64 casillas en uno o dos movimientos, solo tiene acceso a la mitad, 32, y a paso lento, casilla a casilla. Por supuesto, el alferza de un bando no interacciona con el alferza del otro bando, ya que se mueven por casillas de distinto color.

Solo el caballo, a su manera, la torre poderosa y el rey paso-a-paso, podían alcanzar todas las casillas del tablero. Probablemente -suposición de alguien que no ha practicado el ajedrez medieval-, la limitada potencia de juego de las piezas daría lugar a que muchas partidas se agotaran sin determinar un vencedor, como ocurre en los finales con alfiles de distinto color. El ajedrez medieval era lento, limitaba la interacción entre las piezas y podía producir muchas partidas no decididas. ¿Era percibido así por los jugadores?

El Libro de los Juegos de 1283 nos da pistas cuando describe sucintamente otras variantes de ajedrez, sin duda de inspiración árabe, como prácticamente todo el manuscrito alfonsino. Está documentado en casi todas las épocas a lo largo del mundo islámico la existencia de variantes de ajedrez, intentos de mejorar el juego que no llegaron a desplazar la variante principal y casi única de ajedrez.

Los movimientos del Aanca o Grifo, según el Gran Açedrez

Una de esas variantes, el Grant Açedrex, resulta de interés como precedente de los movimientos de la Reina y el Alfil moderno. El Gran Ajedrez se jugaba en un tablero mucho más grande, de 12 por 12 casillas. Los peones se situaban adelantados en la cuarta fila, en lugar de en la segunda, sin duda para propiciar un contacto rápido. Una de sus piezas, el Cocatriz, sigue exactamente los pasos del alfil moderno. Otra, la que ocuparía la posición del alferza en el centro junto al rey, es un ave mítica en el mundo islámico, la Aanca. Su movimiento es complejo: una casilla en diagonal y luego todo derecho, horizontal o verticalmente, excepto las cuatro casillas adyacentes de color inverso. Prácticamente es como tener dos torres en una. O un caballo-torre, si la primera casilla en diagonal se salta.

La partida de ajedrez – (Lucas Van Leyden), reproduce una partida del Ajedrez del Mensajero

No sólo el mundo islámico buscaba un juego menos aburrido. Alemania conoció el Ajedrez del Mensajero desde el siglo XII al XVIII, sobre un tablero de 12 por 8, con una pieza, la que da el nombre a la variante del juego, que se movía exactamente como el Cocatriz o nuestro alfil moderno. Ese nombre, Mensajero o Corredor, es el que le ha quedado al alfil en el juego moderno en alemán.

Está claro que el Grant Açedrex, como el Ajedrez del Mensajero alemán, eran juegos más dinámicos con sus piezas de largo alcance. Desconocemos todo sobre su práctica en la Península, hasta qué punto era conocido y cómo era percibido por el jugador de ajedrez convencional. Pero pudo haber sido, en la Península, la chispa del cambio que prendió en toda Europa. De no haber ocurrido aquí, quizás ahora estaríamos jugando todos al Ajedrez del Mensajero.

Ese cambio no fue tan simple como limitarse a sustituir los movimientos del alfil por los del Cocatriz. Lo que importa es la intención de aumentar el alcance de las piezas, a imitación del Grant Açedrez. Con esa intención parece obvio, tal y como lo percibimos ahora y tal y como enseñamos los movimientos al niño que se inicia, que el alfil llegara a ser lo que es a imitación de una torre que se mueve por las diagonales en lugar de por las filas y columnas. Como un alferza extendido, pero manteniendo el paralelismo con las torres con su doble disposición simétrica a cada lado.

En cuanto al alferza, convertirlo en un rey extendido, en una pieza que suma una torre más un alfil, entra también dentro de la lógica con la que presentamos a los niños los movimientos de las piezas. Didácticamente, se suele explicar primero el movimiento de la torre y el de los alfiles, por su simplicidad geométrica, y posteriormente el del rey y el de la reina, que son compuestos de los anteriores. Copiar, repetir y recombinar para producir algo nuevo y al mismo tiempo simple. Alguien se atrevió, hubo dos que empezaron a jugar y, con la práctica, a percibir con placer los esquemas de interacción entre las piezas, más intensos que los del viejo ajedrez.

Isabel y el nuevo ajedrez: un viaje de ida y vuelta.

No era necesario invocar a Isabel cruzando el tablero de lado a lado, a Isabel cabalgando durante tres días sin descanso desde Valladolid hasta Uclés para irrumpir como el rayo en el Consejo de los Trece de la Orden de Santiago e imponer la voluntad real en el inminente nombramiento de Gran Maestre. No era necesario o quizás sí, vino bien a los pioneros del nuevo ajedrez ampararse en las hazañas de la Reina Isabel para allanar el camino a la nueva Reina del Ajedrez. Aunque Fernando se mosqueara.

Sabemos, hay muchos testimonios, que su cónyuge el rey Fernando era un empedernido jugador de ajedrez. No sabemos qué modalidad de ajedrez jugaba Fernando, ni qué opinaba de las nuevas reglas. Las debió conocer, sin duda. Porque Scachs d’amor se compuso para ello, para darlas a conocer en honor de Isabel.

¿Por qué no se imprimió Scachs d’amor? Los tres autores de Scachs d’amor fueron pioneros en la introducción de la imprenta en Valencia, figurando como autores y/o promotores de varios de los primeros incunables valencianos. ¿Quizás la obra no obtuvo la necesaria licencia para imprimir? Quizás en lugar del placet o el imprimatur, los tres autores recibieron una discreta colleja real. Desde luego, es muy plausible que a Fernando le hubiera escocido la partida ganada por la Reina, que le recordaba a Isabel empuñando la espada de la coronación.

Hace ya más de 500 años que cambiaron las reglas del ajedrez. Scachs d’amor, punto de arranque de aquel paso, nos trae de vuelta al siglo XXI la intención de sus autores de honrar a Isabel. También, con Marilyn Yalom, da aliento a una mirada feminista del pasado. Pero ¿qué clase de mujer era Isabel?

Isabel fue un hito excepcional en una estirpe de mujeres de tanto carácter como desgraciadas. Su madre Isabel de Portugal bregó con tenacidad entre todos los intrigantes de la nobleza que corroían la Corona de Castilla para defender la posición de sus hijos, desplazados por su hijastro Enrique, sucesor al trono. De su madre heredó Isabel la voluntad y la astucia para desenvolverse entre amigos ambiguos y enemigos insidiosos. Supo dar las bordadas oportunas entre unos y otros hasta su coronación, primero, y el triunfo en la guerra civil. No se casó por amor, pero no se dejó casar por el interés de otros. Concertó su matrimonio en secreto y supo llevarlo a término con audacia contra la voluntad de su hermanastro el rey Enrique IV y la oposición de la mitad de la corte. Una vez casada, fue una mujer enamorada, posesiva y celosa, pero siempre clarividente para llevar su matrimonio en los momentos más críticos por donde más le convenía a ella como Reina de Castilla. Nadie, ninguno de sus aliados circunstanciales, otrora amigos, otrora enemigos, ni siquiera su propio esposo Fernando, se imaginaban que aquella muchacha a la que creían estar manipulando se independizaría de ellos y los gobernaría a todos. Su proyecto político fue a la vez grandioso, sentando los cimientos de un imperio, y cruel con las minorías religiosas. No fue feminista avant la lettre: creía en ella misma y en su destino, pero creía que el papel de la mujer era el que era.

Johanna I van Castilië
ca. 1500; 34,7 x22,4 cm
Spaans Nationaal Beeldenmuseum, Valladolid

Sus hijas heredaron su carácter apasionado en lo amoroso, pero no su capacidad política. De todas ellas, Juana fue el reverso de la suerte de Isabel: tan enamorada y celosa como su madre, en un mundo donde la promiscuidad era un privilegio del varón prohibido a las hembras cuyo cuerpo daba fe de la legitimidad de la cuna, ella no recibió más que desprecios de su marido Felipe y fue ninguneada políticamente por su padre Fernando y por su hijo Carlos, que la incapacitaron y recluyeron no por loca, que nunca lo estuvo, sino para apartarla del trono. Justo la mujer con la que nunca se escribiría un libro como Birth of the Chess Queen, pero a la que no debemos olvidar si no queremos cerrar los ojos a la verdadera condición de la mujer medieval.

 

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La mujer en el ajedrez medieval (1)

Birth of the Chess Queen es una interpretación feminista, más voluntariosa que rigurosa, de la aparición en los tableros europeos en el siglo X de la primera y única figura femenina, la Reina o Dama, y de su conversión a finales del siglo XV en la pieza más poderosa, la que diferencia radicalmente el ajedrez moderno del ajedrez original recepcionado a través de persas y árabes.

Marilyn Yalom (1932-2019), la autora de Nacimiento de la Reina del Ajedrez, fue profesora en la Universidad de Stanford y directora del Instituto Clayman de Investigación de Género de la misma universidad. Tiene publicadas al menos media docena de obras de similar enfoque feminista, como A History of the Wife; A History of the Breast; Blood Sisters: The French Revolution in Women’s Memory; Maternity, Mortality, and the Literature of Madness.

La originalidad de Birth of the Chess Queen son las relaciones que establece entre el ajedrez y (lo que sabemos de) la religión, literatura, arte y política de la sociedad medieval. El papel de la mujer en el ámbito lúdico cotidiano, en el ajedrez doméstico y en el cortesano, la función galante del ajedrez como una ocasión para el cortejo, son temas amenos y sugerentes que nos recrean la edad de oro del ajedrez en cuanto a prestigio social. Claro, como discurso feminista lo que cuenta Mairyn Yalom no puede tomarse por un dibujo completo y real de la situación de la mujer en el medievo, sin duda mucho menos amable fuera de las idealizaciones artísticas y religiosas, en el mundo real de las clases no ociosas. Pero aquí lo que nos interesa son las piezas del ajedrez y cómo sus nombres y sus reglas de juego cambiaron para reflejar «algo» de la sociedad medieval, que para Mailyn Yalom es una especie de empoderamiento femenino

La Reina del ajedrez, reflejo del protagonismo político femenino.

Marilyn Yalom recorre país a país, siglo a siglo, las huellas de esa pieza, la Reina, que se va imponiendo en los tableros. Marilyn Yalom encuentra siempre un correlato con episodios concretos de protagonismo político femenino: reinas consorte, reinas viudas, reinas regentes, reinas per se..., entendiendo «Reina» en su sentido más amplio de Señora, Domina, Dama. Obtenemos así una relación de mujeres ejemplares que han ejercido el poder en el medievo occidental: Toda Aznárez de Navarra; Ermesinda, condesa de Barcelona; Urraca, reina de León y Castilla; Isabel la Católica; Adelaida de Borgoña, emperatriz del Sacro Imperio Romano-Germánico; Theophano, también emperatriz del Sacro Imperio Romano-Germánico; Matilde de Toscana; Constanza of Hauteville, reina de Sicilia y emperatriz del Sacro Imperio Romano-Germánico; Leonor de Aquitania, reina de Francia y reina de Inglaterra; Blanca de Castilla, reina de Francia; Margarita de Dinamarca, reina de Dinamarca, de Noruega y de Suecia.

Podrían haberse añadido más y más entradas a esta nómina medieval que no tiene parangón en el mundo árabe, persa e hindú, y nos hace intuir, de acuerdo con Marilyn Yalom, que algo tuvo que ver para que la Reina del Ajedrez viera la luz en esa época y lugar. Pero intuir no es explicar. El relato de Marilyn Yalom hace derivar la Reina del Ajedrez del mérito de esas mujeres, de su éxito social y político, del reconocimiento social de su importancia. La evidencia, la coincidencia, está ahí, pero la conexión queda en el aire sin dos eslabones intermedios.

El primer eslabón es que la Reina aparece para ocupar un vacío simbólico: la necesidad de adaptar la nomenclatura del ajedrez indo-persa-árabe a la visión del mundo feudal. La Reina sustituye al alferza, que solo era una pieza más de entre las seis que conforman el juego, todas ellas necesitadas de reinterpretación cuando el ajedrez llega a Europa. Sólo era una pieza más entre seis, y a ella se le aplicaron los mismos mecanismos asociativos que a las otras cinco.

El segundo eslabón es que el protagonismo político femenino en el medievo no se explica tanto por las virtudes y cualidades de unas mujeres concretas, como por el propio sistema político feudal, que aunque tendiera, como ocurría en todos los planos de la sociedad, a relegar a la mujer frente al hombre, no podía prescindir de ellas en ciertos roles sin poner en riesgo la reproducción del propio sistema.

El aspecto simbólico del juego: recepción cultural del ajedrez en la sociedad feudal.

El aspecto simbólico del ajedrez, su “como si”, no resalta para los jugadores de hoy. Lo tapa tanto el anacronismo de lo que representó en sus orígenes (elefantes, carros, caballería, infantería) como su indudable complejidad, que le da otro tipo de atractivo puramente intelectual mucho más intenso. Los nombres y las formas de los trebejos son más excitantes para los niños que se inician en el juego que para la imaginación de los adultos. La infancia del ajedrecista se parece mucho a la infancia del ajedrez.

HJR Murray se levantaría de su tumba si leyera que el ajedrez nació probablemente sobre un tablero usado para un race game como el parchís en el que los dados determinaban la pieza a mover. Esto no pasa de ser una hipótesis como cualquiera de las otras que circulan por los libros, todas ellas indemostrables e irrefutables por falta de documentos que las acrediten o desmientan. Pero la más plausible en mi opinión. Mucho más plausible que la de HJR Murray, que hace nacer el juego ya acabado de la mente de un creador individual, como Palas Atenea surgiendo de la frente de Zeus ya vestida con la panoplia completa.

Cuando el ajedrez prescindió del azar, se convirtió en el juego intelectual por excelencia, de la misma forma que el adolescente deja atrás sus juegos más infantiles y se sumerge en el laberinto ajedrecista. El vínculo simbólico se debilitó hasta el punto de que en algunas zonas de la India llegó a cambiar su nombre original chaturanga por otros en los que está presente la palabra buddhi, intelecto: buddliidyuta, buddhibalusrita, buddhibalakrida, buddibaiachd

Pero es su nombre original el que nos remite al «como si» del juego. Chaturanga se refiere a las cuatro partes del ejército hindú: infantería, elefantes, caballería y carros. Algo parecido a como si llamáramos Triada o Terna al tópico “por Tierra, Mar y Aire”. El rey y su consejero o general, como cabezas políticas, se disponen en el centro del tablero arropados por las fuerzas combatientes. En definitiva, el ajedrez era un juego de guerra, un “como si” libráramos una batalla entre dos ejércitos.

A pesar de que los indios utilizaban más de un nombre para la misma pieza, la difusión del ajedrez a los países vecinos se completó sin ambigüedad porque más allá de los conjuntos de piezas de uso diario, más sucintos, existían suficientes y detalladas reproducciones artísticas que dejaban bien claro el “como si” del juego. Los países receptores se limitaron a dar nombres en su lengua a las piezas que veían y por lo que representaban, realizando cambios tan sólo cuando el contenido simbólico de alguna de ellas no tenía equivalente en su realidad. Este es el caso, por ejemplo, de la sustitución del carro de guerra –nuestra torre- por barcos o botes fluviales en Tailandia, Golfo de Siam y Vietnam.

Los persas aceptaron literalmente el juego indio y son sus nombres en farsi, los nombres que enumeran las cuatro partes del ejército hindú más su bicefalia política, los que llegaron al Occidente europeo a través de los árabes. Pero la recepción árabe, al prohibir por precepto religioso la representación figurativa de seres vivos, debilitó su contenido simbólico. Los trebejos árabes son abstractos, tanto en sus versiones manufacturadas de manera sencilla y con materiales baratos para jugar, como en las destinadas al lujo y la ostentación.

Joc d’Escacs Islàmic d’Àger
Museu de Lleida Diocesà i Comarcal
http://www.museudelleida.cat
Juny 2009

De estos últimos son los primeros conjuntos de ajedrez encontrados en el medievo europeo, singularmente en España, tallados en cristal de roca. La pista de su origen por la vía del regalo o del botín nos lleva hasta la Córdoba del califato, lugar a donde en el año 822 había llegado el ajedrez directamente desde Bagdad de la mano del poeta y músico de origen kurdo Ziryab. Estos conjuntos de ajedrez abstractos aparecen como tesoros en los reinos cristianos antes de que tengamos noticia de que en ellos se practicara el juego. Así que podemos imaginar a los primeros jugadores de la Cristiandad ante unas piezas que poco o nada decían de sí mismas, aprendiendo las reglas del juego y traduciendo o tratando de entender los nombres del “como sí” indo-persa-árabe: shah, farzin, pil-fil, asp-faras, rukh, piyadah-baidak.

La literatura medieval nos informa de cómo fue el proceso. Hay dos tipos de literatura ajedrecística medieval. Hay una literatura didáctica que enseña a jugar al ajedrez (y también colecciones de problemas ajedrecísticos para los iniciados en el juego). Hay otro tipo de literatura moralizante, que utiliza el ajedrez de la misma forma que un predicador utilizaría el pórtico de una iglesia para explicar las Sagradas Escrituras. Son documentos esenciales para comprender cómo fue el proceso y el resultado final de la recepción del ajedrez en la cultura medieval.

Ajedrez de la Isla de Lewis, siglo XII, tallado sobre marfil de morsa, Museo Nacional de Escocia

En cambio, los juegos de ajedrez de uso cotidiano que se han conservado nada informan acerca de la recepción del contenido simbólico del juego, ya que mantienen y continúan el tipo árabe, abstracto. Solo unos pocos destinados al adorno o la exhibición, de mayor tamaño, se recrean más en los detalles figurativos, como el conjunto de piezas de la isla de Lewis (cada una de las cuales pesa alrededor de un kilo) o el mal llamado Ajedrez de Carlomagno. De orígenes opuestos, el primero manufacturado en el Norte de Europa, probablemente Islandia, y el segundo en el sur de Italia, coinciden sin embargo en representar una Reina en lugar del alferza.

Ajedrez «de Carlomagno», siglo XI. De izquierda a derecha: Rey, Reina, Alfil (Elefante), Caballero, Torre (Carro de Guerra)

Resumiendo, el proceso fue así:

Tres piezas encontraron sin dificultad su equivalencia lingüística en todas las lenguas medievales: el rey (persa sha, en árabe sha también), el peón o soldado de infantería (persa piyadah, en árabe baidaq) y el caballo o caballero (persa asp, en árabe faras o faris). Esas son las piezas del chaturanga que, vía persas y árabes, tenían su equivalente perfecto en los reinos cristianos y así fueron recepcionadas en todos ellos: como Rey, Peón y Caballero.

Las otras tres piezas (farzin, pil y rukh en persa, árabe firz o firza, fil y rukh) no tenían equivalente en el mundo cristiano occidental. Hacía casi dos mil años que los carros de guerra (rukh) habían desaparecido de occidente. Los elefantes (fil), desde Aníbal. Y el Consejero o Valido o Primer Ministro (firz), pieza que ocupaba en el tablero la posición que ahora ocupa nuestra Reina, no era una figura típica ni frecuente en el orden político feudal, porque lo característico del sistema feudal es la posesión hereditaria del cargo político, y un Valido, Visir o Primer Consejero es alguien que disfruta de una posición de poder merced al favor real, no por derecho sucesorio. Un ejemplo muy conocido de Valido medieval que acabó malamente es el de los Mayordomos de Palacio de la dinastía merovingia entre el 600 y el 750. Después de que los detentadores del cargo consiguieran consolidar su carácter hereditario, la dinastía merovingia fue desplazada del poder por el último de los Mayordomos, Pipino el Breve, hijo del también Mayordomo Carlos Martel que había derrotado a los árabes en la crucial batalla de Poitiers, y padre del Emperador Carlomagno, que ya no fue Mayordomo ni lo tuvo.

Por tanto, nos quedan tres piezas de ajedrez de difícil encaje medieval: fil, rukh y firz. A la hora de asignar o resolver el papel simbólico de estas tres piezas, nacieron lo que de una manera bastante esquemática diríamos que fueron dos estilos de nomenclatura diferentes y con cierta especialización geográfica.

Los países más conectados con el ajedrez islámico de Al-Andalus y de las riberas mediterráneas, como la Península Ibérica, adoptaron los tres nombres sin traducirlos, o realizaron una traslación por afinidad fonética. Así, el alfirz o alferza pudo llegar a confundirse en España con el alférez o portaestandarte del ejército (manuscrito de Alfonso X el Sabio, 1283), a pesar de que la etimología árabe de alférez en realidad lo conecta con el faras (caballo) o faris (caballero). El rukh se mantuvo como roque, y aunque en los reinos cristianos peninsulares había conciencia lingüística de su significado como “carro” entre los musulmanes, seguía sin tener equivalente militar. Mucho más tarde, roque se confundió con «roca» y de ahí con torre o castillo, que sí tenía un valor militar y político (aunque nula movilidad, qué curioso). El al-fil se mantuvo como tal, con derivaciones fonéticas como aufin, arfil, delfino, etc…

Por el contrario, en Alemania, en los países nórdicos y algo más tarde en Inglaterra, las tres piezas incomprendidas fueron reinventadas para reflejar no el orden militar medieval, sino el orden político-social feudal: caballeros, obispos, condes, marqueses y… reinas. Así, el alfil se convierte en Anciano, Hombre Sabio, Obispo, Conde, Bufón… El rukh se asimila en las lenguas nórdicas con el hrokr, palabra que designa el Centurión o jefe de una fila de infantes, pero también con el Margrave (marqués) en Alemania, o con el Conde en Italia. Y el alfirz se convierte en la Reina del ajedrez.

De todas las piezas reinventadas, la Reina es la más firme, segura, unánimemente aceptada, hasta el punto de que desde su primer uso documentado en una localidad suiza lindante con Alemania, Einsiedeln, marcha hacia el norte y el oeste, alcanzando también por el sur la Provenza, Italia y quizás mordiendo la esquina nororiental de la península ibérica (Cataluña).

El ajedrez medieval, a pesar de representar el orden político feudal, no por ello dejó de ser un juego del “como si” de la guerra. Pero de la guerra feudal. Si observamos la disposición de fuerzas en una batalla tan representativa del medievo como las Navas de Tolosa, nos parecerá caótica al lado de los despliegues que encontramos en cualquier batalla de la Antigüedad (Cunaxa, Coronea o Mantinea, en los relatos de Jenofonte, o cualquiera de las batallas de Alejandro, César o Aníbal), y ello es así porque en la batalla medieval se superpone el orden y la jerarquía política feudal con el orden en el que un estratega puro dispondría sus fuerzas de distinto tipo para una mejor colaboración y apoyo mutuo entre ellas. El ajedrecista medieval juega a la guerra, sí, pero también juega en el complejo mundo de las relaciones políticas feudales.

La Reina, pieza esencial del sistema político feudal.

El feudalismo fue un sistema político descentralizado y jerarquizado de relaciones feudo-vasalláticas hereditarias. Si el orden político feudal se hubiera basado en la elección, en la designación o en la cooptación, como la República Romana, el Imperio Romano, la monarquía visigótica o el Imperio Bizantino, nunca hubiéramos encontrado una mujer al frente del Estado o de alguna de sus magistraturas. En realidad, todas las monarquías medievales nacen bajo forma electiva restringida, pero los procesos de patrimonialización consustanciales al feudalismo disfrazan de cooptación temprana del heredero a las tareas de gobierno lo que acabará tomando finalmente la forma sucesoria. El derecho de sucesión, como todo el derecho medieval, no suele estar fijado con nitidez, aunque hay casi unanimidad en relegar a la mujer en perjuicio del varón, pero no la hay en cuanto a incapacitarla. De lo que no se duda es de la importancia de la maternidad para determinar la sucesión legítima, residuo quizás de un orden matrilineal preponderante entre los pueblos prerromanos y no romanos que ocuparon el vacío de poder al comienzo del medievo. Y si esto nos recuerda muy ligeramente El cuento de la criada de Margaret Atwood, el paralelismo es tan profundo que muchos detalles de los partos y las bodas principescas parecen sacados de la ficción. Por ejemplo, que la consumación de las bodas se realizara en público, ante testigos que dieran fe de lo que estaba sucediendo, que no era un acto privado, íntimo, sino un hecho de consecuencias jurídicas.

Cuando se producía una crisis sucesoria por ausencia de heredero varón directo o por minoría de edad, era típico que algún noble pretendiera la corona alegando uno de estos dos argumentos, o los dos: ser su el pariente masculino más cercano al fallecido, o bien el antiguo derecho aún no olvidado para que los nobles o un grupo reducido de ellos eligieran a su rey. Frente a esta pretensión de ruptura sucesoria, una mujer podía tener sus bazas bien por estar situada en la linea directa de sucesión, bien por tener la custodia del heredero varón menor de edad. En este último caso, el más frecuente, la mujer se convierte en detentadora del poder, como solapamiento protector para que el poder de hecho y el derecho del poder alcancen al hijo menor de edad desde el marido fallecido.

Conscientes de esa función de eslabón sucesorio, los señores feudales no dudan en asociar en el gobierno a la esposa, a la madre o incluso a la hija, o en delegar en ella durante sus frecuentes ausencias por motivos militares o de otro tipo. En definitiva, la hija, la esposa, la madre, impregna todos los niveles del orden feudal, salvo los eclesiásticos, algo que hubiera sido impensable en el mundo romano y bajo el Derecho Romano. No nos debe extrañar, por tanto, que desde el primer instante de su recepción el ajedrez medieval obvie al Consejero, al Visir, y opte por la Reina, la Dama, la Señora.

Versus de scachis

El Poema de Einsiedeln es el primer documento medieval que referencia el ajedrez. Este manuscrito fue encontrado en el monasterio benedictino del mismo nombre y se fecha hacia el año 997. Describe el juego con pretensión didáctica, y lo hace ya, sin ninguna duda, con la Reina junto al Rey, cuando detalla el orden de colocación de las piezas en la primera fila: In quorum medio rex et regina locantur.

No sabemos quién fue el autor de este poema divulgativo del nuevo juego y sus reglas. Como muy atinadamente señala Marilyn Yalom, quien quiera que fuera, por la fecha en que lo compuso, había conocido y vivido como súbdito de dos Emperadoras.

La primera de ellas, Adelaida de Borgoña, casó con Otón el Grande, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en 951. Cuatro años antes su esposo había confirmado la creación del monasterio de Einsiedeln, lugar donde se ha conservado el Poema, y le había dotado de tierras y privilegios. Cuando Adelaida enviudó en 973, ejerció como regente de su hijo Otón II hasta 978.

La segunda fue Teófano Skleraina, nieta del emperador bizantino Nicéforo II, que casó con el hijo de Adelaida, Otón II, en 972. Después de que Teófano diera a luz tres hijas (Adelaida, Sofía y Matilde), en 980 llegó el necesario heredero varón, futuro Otón III. Cuando Otón II murió de malaria en Roma en 983, durante la retirada de una expedición militar contra los musulmanes calabreses, el heredero de solo tres años pasaba a ser presa asequible para los parientes masculinos del emperador fallecido, como Enrique II duque de Baviera, que con el pretexto de reclamar la regencia, probablemente hubiera intentado usurpar el trono, con más facilidad cuanto que la sucesión hereditaria no fue nunca la norma en el Imperio durante todo el medievo, sino más bien un fait accompli, no siempre consumado.

Santa Adelaida en una vidriera de Lorin, en la Iglesia de Toury.

Si Teófano, exótica princesa bizantina, no tenía claro qué tenía que hacer como madre del heredero, su suegra Adelaida sí sabía cuál era el poder de la mujer en el sistema sucesorio feudal y qué le ocurriría al nieto si no lo ejercía. Ella había visto morir a su primer marido envenenado a los cuatro años de matrimonio, y había sido secuestrada poco después de enviudar para obligarla a casarse con un varón de otra familia que recibiría de ella el título de rey de Italia. Una peripecia que terminó felizmente cuando consiguió escaparse y encontrar la protección de Otón I, con quien se casó.

Teófano se las arregló, en connivencia con su suegra Adelaida, con la que había tenido sus más y sus menos, para coronar emperador al pequeño y asumir ella misma la regencia del Imperio. Cuando Teófano falleció ocho años más tarde, la regencia volvió a ser asumida por Adelaida, ahora en protección de su nieto, hasta su mayoría de edad.

Por supuesto, no estamos argumentando que la singular personalidad de Adelaida y Teófano inspiraran la Reina del ajedrez. Seguramente que al redactor del Poema de Einsiedeln no se le escaparía reconocer en las regencias de Adelaida y Teófano este “juego de tronos” típico del medievo en el que la Reina era la mejor defensa del Rey, y no necesitaría conocer la historia de los Mayordomos de Palacio merovingios para descartar al Visir o Consejero masculino, puesto que ya tenía su equivalente femenino que lo mejoraba. 

En esta identificación alferza-Reina, podemos apuntar un detalle que tiene que ver con el simbolismo de los movimientos de las piezas, que en su origen probablemente fueran un remedo de su comportamiento en batalla. Así, el peón marcha hacia adelante pero captura de costado: parece una buena imitación del infante que se protege de frente con el escudo y acomete de lado con la lanza. El salto del caballo y el movimiento rectilíneo del rukh son mímesis de la flexibilidad del jinete, por un lado, y de la necesidad de espacios despejados para desplegar la potencia del carro por otro. En cuanto al salto del alfil en oblicuo, la verdad es que no sabemos mucho cómo se comportaba un elefante en batalla, pero quizás era tan poco útil como su representación en el ajedrez.

En la técnica del juego árabe-persa el alferza se posicionaba de inicio, como nuestra Dama, al lado del Rey, y se desplazaba en oblicuo una casilla, en cualquiera de las cuatro direcciones, arriba-izquierda, arriba-derecha, abajo-izquierda y abajo-derecha. Este movimiento oblicuo es el más adecuado para interponerse como escudo frente al rukh enemigo, la pieza más poderosa del ajedrez medieval, que se movía exactamente igual que nuestra torre y era la única capacitada por sí misma para dar mate al rey o jaquearlo desde lejos. Así se reconoce en el Libro de los Juegos de Alfonso X el Sabio: El alferza anda a una casa en sosquino e esto es por aguardar al Rey e non se partir del e por encobrir le de los xaques e de los mates quando gelos dieren, e pora yr adelante ayudandol a uençer quando fuere el iuego bien parado. En definitiva, el alferza en el tablero desempeñaba un papel comparable al de la Reina del mundo real, quizás también al de los visires orientales, si éstos resultaron ser en el mundo real más leales que los mayordomos merovingios.

Este detalle favorecería la identificación de la Reina con el alferza, pero tampoco sería imprescindible para explicarla, como no fue necesario encontrar equivalentes medievales para los movimientos del rukh y del alfil. Pues si los vínculos simbólicos nos explican el origen y la infancia del juego, éste en sí mismo contiene un aliciente de complejidad que lo hace atractivo en su forma abstracta, como evidencia su éxito en el mundo islámico, su amplia difusión medieval a pesar de las incoherencias de sus adaptaciones simbólicas o su pervivencia hasta nuestros días, donde el ajedrez no representa nada más que el juego intelectual.

Volveremos a encontrar el simbolismo de los movimientos en el último capítulo del ajedrez medieval: la conversión de la Dama o Reina en la pieza más poderosa del tablero, atribuida con mucho entusiasmo, aunque ninguna prueba, al influjo de una reina que deslumbró en el mundo real, Isabel I de Castilla. Pero ésa es otra historia que merece una entrada aparte.

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Gens Una Sumus, ¿ahora sí?

Ya tenemos Presidente de la FNA. Su proclamación el pasado 20 de octubre ha pasado inadvertida, como si no le importara a nadie después de todo el ruido y la furia de los meses anteriores. Repite Seoane. No sabría decir si tenemos que lamentar que se haya perdido una ocasión para mejorar o si debemos alegrarnos de no haber ido a peor. De momento, su “Saluda” es conciliador e invita al reencuentro de toda la familia ajedrecística. Debemos darle el beneficio de la duda. No solo por cortesía, sino porque no hay otra jugada posible en el tablero.

El clímax del proceso electoral fueron las votaciones presenciales del pasado 20 de septiembre. Fue una tarde intensa. A pesar del ambiente covid que imponía distanciamiento, grupos de personas a la entrada de la Mesa Electoral hacían pasillo a los que se acercaban a votar y les repartían papeletas. El estado mayor de una de las candidaturas se apalancaba en el Garre alrededor de unas cervezas. Pocas jornadas de ajedrez han despertado mayor expectación. Y como era de esperar sabiendo quiénes disputaban, hubo el consiguiente rifirrafe reflejado en acta, que unos y otros contaban en la calle cada uno a su manera. Un capítulo más de una historia muy vieja y que ya aburre.

Incidencias reflejadas en el Acta de Escrutinio

El resultado de las elecciones a la Asamblea es una lección para todos, para los tres que disputaban y para los que observábamos escépticos los distintos movimientos. Los tres candidatos in péctore fueron castigados por la votación popular del estamento de jugadores. Mariano de Pablos, con 54 votos, quedó apeado de la Asamblea. Sergio Anguas, con 57, estuvo también al borde de la eliminación. Y Joaquín Pérez-Seoane, aunque obtuvo un mejor resultado que los otros candidatos, con 60 votos, no sale muy bien parado al lado de los diez asambleístas que quedaron por delante de él, de los que al menos seis obtuvieron más de 90 votos, con Iñaki Rebolé -Orvina- en cabeza con 99. El censo que acudió a votar: 115 jugadores federados. Por qué Iñaki Rebolé no es Presidente habiendo casi duplicado en votos a cualquiera de los otros tres, eso es algo fácil de explicar pero difícil de entender: tenemos un sistema electoral demasiado retorcido.

El resultado de la votación al estamento de jugadores deja una conclusión muy saludable y esperanzadora: la crispación no da votos. La crispación es como esa provocación en la barra del bar -un empujón, un vaso derramado a propósito-, que desencadena una trifulca en la que los espectadores ya no son capaces de fijar quién fue el ofensor y quién el ofendido. La crispación, la polémica, a quien menos convenía era al que buscaba revalidar su gestión y que cometió la torpeza de entrar al trapo en alguna ocasión. Tampoco convenía al que aspirara de verdad, no de boquilla, a un cambio y una mejora en el ajedrez navarro. Otra cosa es que razones de consumo interno en determinados espacios del ajedrez navarro hagan rentable ese discurso victimista que desencadena un reflejo interno de prietas las filas. Muy triste.

Me gustaría creer que se va a pasar página de esa crispación. Me gustaría responder al “Saluda” del Presidente con algunas propuestas en positivo:

  • Ajedrez femenino. Todos somos conscientes de que las chicas, que tienen una cierta participación en los niveles de iniciación Sub8-10-12, desaparecen de los tableros a partir de esa edad. No es un problema solo del ajedrez navarro, se dirá. Pero no se va a reconducir si en Navarra y en todas partes no se toman iniciativas para corregirlo. ¿Cómo? El liderazgo del cambio debe ser femenino, y a los hombres no nos corresponde otro papel que el de escuchar, reflexionar y acoger lo que las mujeres digan. ¿Cuántas mujeres hay en el ajedrez navarro dispuestas a liderar ese cambio? De momento, solo una, María Goñi, se ha presentado a la Asamblea y afortunadamente ha resultado elegida. Triste hubiera sido lo contrario. Con una no es suficiente. La FNA debería abrir un espacio para que Maria Goñi y todas las ajedrecistas que han sido y son, debatan y propongan. Y que la FNA se comprometa a asumir lo que de ese espacio de debate surja.
  • Promoción del ajedrez en los niveles de iniciación. La actividad de la FNA no puede quedar reducida a convocar cada dos años un examen para la obtención del título o diploma de monitor de ajedrez. Hay campo para potenciar la iniciación del ajedrez a través de dos ámbitos: las actividades extraescolares en los colegios y las escuelas deportivas en los clubs. Se deben tomar iniciativas en positivo, de mejora de la cualificación de los monitores, de soporte a su actividad. Pero no nos engañemos: la promoción del ajedrez es también un espacio de pequeños intereses lucrativos, quizás el origen o la explicación de muchas de las trifulcas federativas. La FNA debe intervenir con tacto, sin que parezca ni sea una interferencia para quitar/dar escuelas y alumnos a unos y otros monitores y clubs. Si hay una competencia por el alumnado, debe ser una competencia sana, basada en la excelencia, y colocando en primer plano el interés del niño y de la niña, su formación integral en valores y en competencias, por encima del interés del club o del estímulo competitivo. Los niños y niñas no deben ser instrumentalizados al servicio de la pugna entre clubs.
  • Transparencia. Uno de los movimientos que menos me gustó de la Presidencia pasada fue la reforma de los Estatutos que se realizó en agosto de 2019. En particular, la redacción del artículo 71.- Acceso al régimen documental, obstaculiza al máximo la transparencia federativa, justamente en contradicción con los tiempos que vivimos, en los que la propia Administración en los últimos años ha reformado su funcionamiento para permitir a los ciudadanos en general, sin cualificación especial y sin necesidad de motivación, la fiscalización de la propia actividad de la Administración. No somos súbditos de los cargos que elegimos sino todo lo contrario: los puestos de responsabilidad son servidores públicos. Pero más que proponer una nueva reforma del artículo 71, yo sugeriría a la nueva Presidencia que antes de embarcarse en un proceso legalista y formal, en la práctica abriera a todos las personas con derecho a voto para la elección de la Asamblea -no solo a los miembros de la Asamblea- los documentos de gestión mencionados en el artículo 70, con la única salvedad de las limitaciones que establece la LOPD. Si no hay nada que esconder, ¿por qué esconderlo? Sería, además, la forma más eficaz de contrarrestar todo tipo de bulos e insinuaciones insidiosas sobre la gestión de la FNA. Gestión, por otro lado, que ya está tutelada por el INDJ y que está sometida a control en los procedimientos administrativos por las subvenciones que recibe.

Y nada más. Podría desearle suerte a Seoane, y se la deseo, aunque sé muy bien que su éxito o fracaso no será sólo de él, ni siquiera de él y de su equipo, sino también de todos los demás, de todos nosotros, de nuestras acciones, omisiones, silencios y no silencios. Gens una sumus, para bien y para mal.

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El misterio del libro perdido (Yuri Averbach)

Este artículo de Yuri Averbach se publicó originalmente en ruso en 1985 y tardó ocho años en ser traducido al castellano.

Yuri Averbach a los 95 años jugando contra un rival de cuatro años

Yuri Averbach nació en 1922 y es el patriarca del ajedrez moderno, el mayor de todos los GM con vida. Algunos lo conocerán por sus libros de finales, en particular sus Finales de alfil y caballo. Varias veces campeón de la URSS en la década de los 50, pudo haber sido uno más (Smyslov, Bronstein, Tal, Petrosian…) de los que desafiaron el trono de Botvinnik, pero prefirió disfrutar del ajedrez a la agonía de la lucha sin fruto, y de paso regalarnos su brillante carrera como publicista, divulgador, escritor, investigador e historiador del ajedrez. Quien haya leído cualquiera de sus obras de investigación histórica, como su opúsculo EL VENCEDOR SERÁ MI YERNO, se habrá rendido a su capacidad de combinar, como el Sherlock Holmes de la ficción, la erudición precisa y pertinente con el razonamiento riguroso. Como el buen resolvedor táctico que no ensaya movimientos posibles al buen tuntún, sino que antes analiza las debilidades y fortalezas de la posición de cada uno de los bandos, lo que más sorprende de Averbach es su capacidad deductiva para mostrarnos lo que está escondido en el objeto de su análisis, sea éste un documento, un poema, una posición de ajedrez o, como en este caso, un libro perdido y reconstruído por sus huellas en otros dos libros posteriores.

Este texto es la semilla, el origen, el pistoletazo de salida de los estudios de Ricardo Calvo (1997 y 1999) y Jose Antonio Garzón (2001 y 2005) sobre el origen valenciano del ajedrez moderno, del ajedrez de la dama (cast.), alla rabiosa (it.), de la dame enragée (fr.), nombres con los que fue conocido en las primeras décadas del siglo XVI hasta que el viejo ajedrez medieval fue olvidado, arrumbado, y no quedó otro ajedrez que el que hoy conocemos y practicamos. Los pocos lectores que lleguen aquí, a estas líneas, disfrutarán con él por su claridad y sencillez de exposición a la par que su rigor argumentativo. Y de paso, guardado en este rincón meta-ajedrecístico, se preservará para el futuro inmediato, ya que después de su traducción en la desaparecida Revista Internacional de Ajedrez, este artículo no ha aparecido ya nunca más, que yo sepa, en ninguna obra, libro, recopilación impresa o digital.

Aquí está. Enjoy it, que se dice.


El misterio del libro perdido

por Yuri Averbach, Gran Maestro Internacional

El nacimiento del ajedrez moderno sigue siendo una incógnita para los historiadores. Uno de los mayores especialistas, el GM Yuri Averbaj, expone una sugerente hipótesis tras minucioso estudio de las obras clave, según la cual Francesc Vicent -a quien Pin y Soler se refirió como «un autor famoso por haber escrito un libro que nadie conocía»- sería el primer divulgador del ajedrez moderno. (Revista Internacional de Ajedrez, nº 65, 1993)

Tres libros, tres destinos.

Los primeros libros sobre ajedrez moderno se publicaron en España, primero en Valencia, en 1495, y después en Salamanca, en 1497. El primero tenía por título Cien posiciones de ajedrez compuestas por mí, Francesc Vicent(1); el segundo, con el extraño título Repetición de amores e arte de axedres(2). Autor: Luis Ramírez de Lucena, estudiante de la Universidad de Salamanca.

Portada de la segunda edición (1518) del libro de Damiano, con su críptico y alternante (rojas-negras, negras-rojas) juego cromático en la palabra QVESTO.

El tercer libro aparecería quince años más tarde en Roma. Este libro enseña Ajedrez y contiene finales(3), era el título del manual escrito por el portugués Damiano. Estaba impreso en papel de mala calidad, con toscos diagramas. Sin embargo, y a pesar de su desafortunada apariencia, el libro de Damiano tuvo enorme éxito. Sólo en el siglo XVI se publicaron ocho ediciones y fue traducido al francés, inglés y alemán. Casi puede decirse que Europa Occidental aprendió ajedrez gracias al libro de Damiano. Se trataba, en realidad, del primer libro popular de ajedrez moderno. Contenía descripciones de algunas aperturas, incluyendo el propio Gambito Damiano, que inmortalizó el nombre del autor en el terreno de la teoría de aperturas, así como dieciséis supuestas «sutilezas» y setenta y dos problemas que también glorificaron al portugués. Estos problemas han sido reimpresos en innumerables ocasiones, que los hicieron sobradamente conocidos. Así, ya una antología de problemas publicada en París a mediados del siglo pasado, incluye no menos de una veintena de los problemas de Damiano.

Un hado diferente guió los destinos del libro de Lucena, hijo de un embajador del rey de España. La lujosa edición en cuero, de magnífica encuadernación, fue dedicada al descendiente de la pareja real española, príncipe Juan. El libro, del que se editó un exiguo número de ejemplares, no ejerció ninguna influencia en el desarrollo del ajedrez en Europa. En el siglo pasado su existencia sólo era conocida para algunos investigadores, pero si examinamos sus páginas nos encontraremos con que casi todos los problemas atribuidos a Damiano se encontraban ya en el libro de Lucena.

Una vez que el trabajo de Lucena, fue descubierto, los historiadores se lanzaron frenéticamente al estudio del libro. ¿Repetición de amores y arte de ajedrez? ¿Qué tienen en común amor y ajedrez? Pronto quedó claro que el libro de Lucena constaba de dos partes, la primera de las cuales no guardaba relación alguna con el ajedrez. El tratado acerca del amor, escrito en un estilo de disertación pseudocientífica, esta prolijamente sazonado de citas procedentes de los padres de la iglesia y sabios de la antigüedad. La segunda parte, sin embargo, contenía las reglas de un nuevo juego, una docena de aperturas y 150 problemas, tanto de ajedrez antiguo como de ajedrez moderno.

Cuando los historiadores se familiarizaron con estos problemas, llegaron a la conclusión de que Lucena no era su autor, sino que había conocido los problemas y que, por decirlo de un modo actual, los había recopilado en una antología.

Ciertamente, Lucena en su libro nos informa con toda franqueza acerca de las aperturas: «Es mi intención mostrar las mejores salidas del juego, que presencié en Roma, a lo largo de Italia, Francia y España…» Vale la pena señalar que Lucena, en razón de haber mencionado esas aperturas, fue proclamado el primer teórico del ajedrez moderno.

Lucena no se pronuncia sobre el origen de sus problemas, pero el historiador holandés Antonius Van Der Linde ha observado que todos los problemas del libro de Lucena relacionados con el ajedrez antiguo y que abarcan la primera parte del volumen, pueden hallarse en otras antologías manuscritas de la época.

Cita del libro de Francesc Vicent en un catálogo de libros antiguos de 1795

¿Cómo y cuándo adoptó Lucena los problemas del ajedrez modernos? Al indagar en una posible fuente, los historiadores tuvieron presente el libro de Vicent. Los llamados apéndices de este libro, su título completo, con lugar y año de edición, están mencionados en una guía bibliográfica de libros raros españoles, publicada en 1795, en la que se indica que un ejemplar del libro se encuentra en la biblioteca del monasterio de Montserrat y que puede conseguirse información al respecto de los hermanos R. Caresmar y F. Ribas, escrupulosos bibliófilos, merecedores de toda confianza. Pero cuando, hacia la mitad del siglo pasado, algunos historiadores se dirigieron a Montserrat, sólo se encontraron con la lacónica respuesta de que el libro de Vicent no estaba en la biblioteca del monasterio.

Una investigación mostró que el libro podría haber desaparecido en 1811, durante la invasión napoleónica de España, tras el asalto de los franceses al monasterio. Hay dos versiones de lo sucedido. Según la primera de ellas, Suchet, el general al mando de las tropas francesas, ordenó minar el monasterio para doblegar la resistencia de los defensores, utilizándose, al preparar la pólvora, todo lo disponible, incluidos los incunables. Sin embargo, el hecho de que en 1834 la biblioteca de Montserrat sufriese un incendio que destruyó muchos de sus libros, tampoco puede excluirse. Sea lo que fuere, el libro de Vicent desapareció sin dejar rastro alguno. Hubo numerosas tentativas para hallar el libro, en otros lugares. La búsqueda se extendió por toda Europa, en las bibliotecas de ciudades, universidades, iglesias, monasterios, cortes reales e incluso entre colecciones particulares, pero fue en vano.

Un feliz descubrimiento: Vicent y Lucena.

La confusa historia del libro de Vicent retuvo mi interés durante largo tiempo. ¿No era posible que algunos problemas compuestos por Vicent, hubiesen aparecido en los libros posteriores, el de Lucena, por ejemplo? La misma propuesta fue expresada por el jugador inglés William Lewis (1787-1870), pero ¿cómo probarlo? Hace un cuarto de siglo llegó a mis manos una edición facsímil (Madrid, 1953) del libro de Lucena y me puse a estudiarlo detenidamente. Lo primero que llamó mi atención fue el hecho que cinco problemas de la antología se repitieran. Lo segundo fue la sorprendente secuencia de los problemas. La clave reside en que colecciones manuscritas de problemas medievales de ajedrez antiguo recorrieron Europa. Por lo general, el material se disponía de forma prácticamente idéntica: los problemas se clasificaban en dos grupos, según la cantidad de jugadas necesarias para dar mate al rey de uno de los dos bandos. Se comenzaba por los mates en dos, luego en tres y así sucesivamente. Lucena comenzaba su antología en la misma forma tradicional: primero los mates en dos, luego los mates en tres, que dividía en dos grupos, problemas de ajedrez antiguo y moderno. Pero a partir de aquí Lucena se apartaba del método, alternando en diversas ocasiones problemas de mate en tres y en cuatro. Es verdad que en un punto del libro Lucena restablece la secuencia originaria: después de los problemas de mate en tres viejos y nuevos, siguen los nuevos y viejos de mate en cuatro, los nuevos y viejos en cinco, etc… Con muy pocas excepciones, la clasificación originaria se preserva en todo el libro. Estas peculiaridades de la antología sugieren la idea de que Lucena estaba utilizando diversas fuentes. Por otra parte, se tiene la impresión de que una de estas fuentes, la más amplia, fue tomada por él como el núcleo de la antología. ¿Cuáles eran las características de esta importante fuente? El problema no parece especialmente difícil: las extrañas ediciones separadas eran transparentes a cualquier mirada sin prejuicios. De modo que inmediatamente aparté dos problemas de mate en tres, aparentemente fuera de lugar entre los mates en ocho, y también dos mates en cuatro, accidentalmente mezclados con mates en cinco. Esta tarea me hizo pensar en el trabajo del restaurador que limpia cuidadosamente las capas superiores de un cuadro para restablecer la auténtica superficie, ricamente coloreada por la mano del viejo maestro. Pero llegué a punto muerto. No había forma de dar sentido al caos de la mitad del libro: ¿qué había que descartar y qué no? Y entonces, como a menudo sucede, el azar llegó en mi ayuda. Pasó mucho tiempo, pero se me ocurrió la idea de contrastar las palabras de Van Der Linde, en el sentido de que aproximadamente la mitad de los problemas de Lucena eran problemas famosos del ajedrez antiguo. Verificando este punto no sólo llegué a la conclusión de que el historiador holandés tenía razón, sino que además descubrí que también los cincuenta mates en tres y en cuatro examinados se encontraban literalmente en las antologías de problemas de ajedrez antiguo.

Después de cuidadosa consideración concluí que era conveniente retirarlos, sobre todo puesto que no correspondían de ningún modo con la clasificación originaria de Lucena.

Una vez realizada esta peculiar «limpieza», me concentré en lo que quedaba. Los problemas estaban ahora dispuestos con una coherencia férrea, tanto en el orden de crecimiento del número de jugadas para la solución, cuanto en lo referente a los grupos: nuevos y viejos, los primeros constituyendo una abrumadora mayoría. Ya no había problemas repetidos. Y aquí surgió una sorpresa. Febrilmente empecé a contar los problemas restantes: diez, veinte, treinta, noventa, noventa y seis. Rememoré las experiencias del restaurador al descubrir las últimas capas del tejido, en el momento de restableces los colores originales y todo el esplendor del cuadro.

No debemos olvidar que había un centenar de problemas en el libro de Vicent. Cien y noventa y seis, cifras muy cercanas. ¿Podrían estos noventa y seis problemas pertenecer al trabajo perdido de Francesc Vicent? ¿Podría el libro de Francesc Vicent ser realmente la fuente fundamental, de la que Lucena hubiese extraído sus problemas? Intuitivamente percibí que mi conjetura era correcta. Del título del libro (Cien posiciones de ajedrez, compuestas por mí, Francesc Vicent) uno puede asumir que Vicent no sólo compuso los problemas, sino que también los dispuso de cierto modo. Lucena, sin embargo, no sólo adoptó los problemas, sino que también preservó su disposición. Con todo, estaba lejos de publicar mi pequeño descubrimiento. Esto podía no ser más que una mera coincidencia. Faltaban las pruebas adicionales.

Vicent y Damiano.

Debían encontrarse pruebas adicionales, por lo que me concentré en el tercer libro del ajedrez moderno, el de Damiano. Para empezar, era preciso verificar la conclusión de los historiadores acerca de la relación entre los libros de Lucena y Damiano. En realidad, de los 72 problemas del último, 70 se encuentran en el libro de Lucena. Es verdad que Damiano introdujo algunos insignificantes cambios en ellos, añadiendo o quitando piezas y/o peones. Sus soluciones, explicadas en dos idiomas (español e italiano) son por lo general más breves que en su antecesor. Esto, sin embargo, no cambia en sustancia el asunto y la conclusión, prácticamente obligada, es que en la preparación de su texto, Damiano explotó extensamente los problemas de Lucena.

Ya en el siglo anterior los historiadores le hicieron al portugués un reproche anacrónico por encubrir el hecho de haberse apropiado de los problemas de Lucena. Anton Schmid, conservador de la Biblioteca Real Austríaca, no sin malicioso placer, observó en su Literatur des Schachpiels, publicada en Viena en 1847, que Damiano tuvo merecido castigo por su plagio cuando, en el siglo XVII, un cierto caballero, llamado Antonio Porto, «muy modestamente» y sin pretensiones publicó íntegro el libro de Damiano en Bolonia y Venecia, bajo su propio nombre.

Así se confirmaba la impresión, que yo mismo concibiera inicialmente, de que Damiano había copiado casi la mitad de los problemas de su predecesor, pero una vez que me embarqué en esta travesía de averiguaciones, comencé a albergar ciertas dudas. ¡Y no sin razón!

El libro de Lucena se considera excepcionalmente raro. Dos ejemplares se conservan en El Escorial, la biblioteca de los reyes de España, y un tercero se halla en Río de Janeiro, adonde habría llegado cuando el rey de Portugal Juan IV trasladó su corte, en 1808, durante las invasiones napoleónicas. Por decirlo de forma plástica, el libro de Lucena permanece lacrado con siete sellos en las bibliotecas reales y resulta inaccesible para el común mortal.

Otra cuestión se plantea. Incluso asumiendo que el libro de Lucena haya caído en manos del portugués, ¿por qué tomó 70 problemas y no los 72 del libro? Podemos, por supuesto, imaginar que los dos restantes hayan sido compuestos por él, pero la hipótesis falla, puesto que uno es un muy conocido problema del ajedrez antiguo. Ya a comienzo de este siglo rechazaba el historiador británico H. Murray la hipótesis de que Damiano hubiese copiado los problemas de Lucena. Murray estimaba que debería existir una colección mucho más antigua, que formó la base de ambos libros. El propio Murray, sin embargo, consideraba el libro de Vicent una colección de problemas de ajedrez antiguo.

Parecía lógico comparar los problemas de Damiano con los 96 que separé de Lucena. Ahora me encontré con una sorpresa, ya que una idea tan simple no me había pasado por la cabeza antes. Los resultados de la comparación fueron sorprendentes. Todos los setenta problemas de Damiano, aparentemente extraídos de Lucena, estaban incluidos. De modo que podía obtenerse una importante conclusión, en el sentido de que los noventa y seis problemas también pertenecían a una colección anterior de la que tanto Lucena como Damiano hubiesen tomados sus problemas y cuya existencia había sido vislumbrada por Murray. En el transcurso de la investigación surgió otra idea: los dos problemas de Damiano no encontrados en Lucena, también podrían formar parte de una colección anterior. Otra base para aseverar que los 98 problemas (96 + 2) procedían de la antología de Vicent.

Hagamos balance.

No me quedaba ya la menor duda de que Lucena y Damiano hubiesen tomado sus problemas del libro de Vicent pero, a fin de convencer a los escépticos más pertinaces, decidí someter mi hallazgo a un último experimento, un análisis comparativo de la numeración de los problemas en las tres colecciones. La operación requería una análisis retrógrado: tenía 98 problemas e intentaba reconstruir el procedimiento con que Lucena y Damiano habían dispuesto sus problemas. Del centenar de problemas de Vicent, Lucena utilizó casi todos: 96. Sería lógico suponer que los había copiado sucesivamente, uno por uno. Esto significaría que la numeración de sus problemas debería corresponder en esencia a la numeración de su predecesor. Damiano tomó 72 problemas del libro de Vicent. Eligió, sobre todo, problemas de ajedrez moderno, de aquí que la numeración de sus problemas podría diferir del orden de su predecesor. Con Lucena todo sucedió de acuerdo a mis suposiciones, pero con Damiano surgieron dificultades, que prácticamente eliminaban mi conclusión. La numeración de los problemas de Damiano parecía caótica. Era incomprensible incluso, si había decidido elegir los problemas del libro de Vicent. Se diría que simplemente los había mezclado como quien baraja cartas.

Reconstrucción del contenido del libro de Vicent y sus correspondencias con Lucena y Damiano, según J. A. Garzón (El regreso de Francesc Vicent, pag. 211)

Necesité mucho tiempo para poder ordenar mis ideas, puesto que no entendía el cambio en la disposición de los problemas, ni si había una relación numérica entre ellos. Por supuesto, el análisis de la numeración resultó extremadamente minucioso y una tarea, en fin, agotadora. No quisiera aburrir al lector con los detalles. Finalmente pude establecer tres filas numéricas, en las que encajaban muy bien los dos problemas de Damiano que no aparecen en Lucena.

Al completar este análisis pude reforzar aún más mi conclusión de que las tres colecciones guardan una estrecha relación orgánica. Como también se había supuesto, Lucena había seguido el orden de predecesor. La transposición accidental de número sólo se descubrió en dos casos. Al seleccionar los problemas, Damiano, por su parte, los traspuso alguna vez: exactamente en doce casos.

Permítaseme recapitular los resultados. El núcleo del libro de Lucena está constituido por 96 problemas, de los cuales la mayoría se relaciona con el ajedrez moderno. Están vinculados por una sólida clasificación y, sin lugar a dudas, se originan en una fuente única. En estos 96 problemas se encuentra la absoluta mayoría de los problemas de Damiano. Esto nos aporta una prueba contundente de que Lucena y Damiano utilizaron la misma y única fuente.

Si asumimos que los dos problemas restantes de Damiano, que no aparecen en Lucena, también pertenecen a la misma fuente (la correlación numérica de las tres colecciones así parece confirmarlo) parece posible afirmar que tal fuente contenía como mínimo 98 problemas. El aparentemente perdido libro de Vicent, publicado antes del de Lucena y mucho antes que el de Damiano, contenía 100 problemas. ¡98 y 100! Una tan próxima congruencia de número no puede ser coincidencia y nos lleva a la conclusión de que los 98 problemas pertenecían a Vicent.

«Nunca hemos tenido la oportunidad de ver este libro», escribió exasperado uno de los historiadores del siglo anterior, acerca del libro de Vicent. Pero los problemas de ajedrez no desaparecieron sin dejar trazas. Como demuestra nuestra investigación, la inmensa mayoría fue, afortunadamente para nosotros, transcrita y, por tanto, rescatada, por Lucena y Damiano. De este modo, estamos obligados a nombrar al primer problemista y primer compositor del ajedrez moderno: ¡Francesc Vicent!

La muy conocida combinación que recibe el nombre de «mate ahogado» (o, vulgarmente, «mate de la coz») fue inicialmente atribuida al francés Philidor, luego al italiano Greco y, por fin, al portugués Damiano. A mediados del siglo pasado, los historiadores descubrieron que este mate se hallaba en el libro Lucena. Sin embargo, y puesto que verosímilmente se encuentra entre los 96 problemas de Vicent, parece de justicia restablecer la verdad y llamarlo, con toda propiedad, «mate de Vicent».

(1) Libre dels jochs-partitits dels Schachs en nombre de 100. Francesc Vicent, Valencia, 1495.

(2) Repetición de Amores e Arte de Axedrez con CL juegos de partido. Lucena, Salamanca, 1497

(3) Questo Libro e da imparare giocare a scachi et de la partite. Damiano, Roma, 1512


Galería con la reproducción del artículo publicado en la Revista Internacional de Ajedrez

Cortesía de Vicent Gómez Roca (ajedrezvalenciano.com)


La carrera investigadora iniciada a partir de este chispazo de Averbach, culmina, de momento, en la investigación de Jose Antonio Garzón, quien en El regreso de Francesc Vicent (Valencia, 2005), concluye que Damiano era un seudónimo detrás del cual se escondía ¡Francesc Vicent!)
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Gens Una Sumus???

He seguido los prolegómenos del proceso electoral 2020 a la FNA mucho más de cerca de lo que corresponde a mi casi nulo conocimiento de los entresijos del ajedrez navarro. Lo suficiente para pensar que tenía fundamentos para dar una opinión sobre lo que estaba ocurriendo en forma de viñeta goyesca.


Pero me acaban de llegar tres imágenes por wasap. Son éstas, y anuncian que la ya conocida candidatura de Sergio Anguas se reconvierte en candidatura conjunta con Mariano de Pablos.

No he tenido aún ocasión de conocer o siquiera coincidir con Mariano de Pablos. Sé, porque está en info64, que juega en Oberena, y puedo suponer también que es oberenista. Lo que sumado a la trayectoria Orvina-Mikel Gurea de Sergio Anguas, perfila una candidatura bastante transversal que da cierto crédito a estas palabras de su programa electoral: “la federación no debe ser en ningún momento un espacio de pugna entre los clubs más poderosos, sino un lugar de encuentro en el que tratemos de lograr un bien común para todos”.

De esta forma quedaría desmentida mi visión de lo que ocurre en el ajedrez navarro, mi viñeta goyesca. Ojalá sea así y, aunque no triunfen en las elecciones, realmente se haya hecho carne ese espíritu de unidad.

Podría poner aquí un punto y final esperanzador, buenista, a este artículo que empezó con un sarcasmo tan amargo. Pero no puedo. Aunque novato en el ajedrez navarro, uno es perro viejo, muy viejo, para saber que muchas veces, si no las más, la bandera de la unidad se levanta como bandera de facción contra otra facción o partido.

¿Cómo saber entonces quién es o no sincero al enarbolar la bandera de la unidad? Solo hay una lámpara de Diógenes que sirva para encontrar hombres honestos: la coherencia de sus actos, de su trayectoria. Pero no es fácil iluminarse con ella, pues cuando hay conflicto cada parte enfoca su linterna para que los demás confundan su luz interesada con la luz de la verdad.

Esperemos que las palabras de este programa electoral no hayan sido usadas en vano ni se desgasten en este rifirrafe ni en los cuatro años que seguirán, y siga valiendo la pena apostar por ellas en 2020 y en 2024.


Post Scriptum 14-09-2020.: Parece ser que se ha malogrado la confluencia entre los dos candidatos Mariano y Sergio. Esos zigzags o arrepentimientos suelen o deben tener un coste para uno de los dos (o para los dos). Deberían explicarse o explicarlo. Pero estas elecciones son muy atípicas: los candidatos no hacen campaña en espacios públicos que todos podamos observar (facebook o algún espacio web creado específicamente para comunicar sus proyectos, sus tomas de posición). Todo transcurre por un boca a boca, teléfono a teléfono, mensajes de wasap y -hay que decirlo- cabildeo entre notables de tal y cual club. Sencillamente, brilla por su ausencia la apelación al ajedrecista de a pie, sin etiqueta de club, sin filias-fobias, al único que podía realmente sentirse interpelado por el Gens Una Sumus.

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